La frase del título es una proclama grotesca, rechazada durante décadas, pero que hoy, con matices renovados, parece encontrar de nuevo eco en los discursos y actuaciones públicas en los que la mentira no solo se tolera, sino que se premia. Fue pronunciada por alguien despreciable, el general Millán Astray en una época en la que los límites entre la verdad y la mentira se desdibujan con alarmante facilidad. La pronunció hace casi un siglo, y resulta alarmante que sea aplicable hoy.
Premiamos al delincuente. El reciente caso de Noelia Núñez, por su falta de honestidad, ha encendido el debate sobre la ética en la vida pública y el papel de los medios de comunicación. Ahora algunos intentan vestirnos su salida de dignidad y responsabilidad institucional. Pero no puedo tragarme ese sapo, porque su “presunta dimisión” no es más que parte del populismo impune, porque fue despedida, y nada de que se fue voluntariamente.
Pero la falsedad, la incompetencia y la falta de honestidad de Núñez, como tantas otras veces, ha encontrado rápidamente su reubicación, con visibilidad y como altavoz de un relato que mezcla victimismo, polarización y espectáculo. No es un fenómeno nuevo, pero empieza a ser un patrón social de esta España nuestra, en la que ni el descrédito público, ni la evidencia de errores o faltas parecen representar un lastre para quienes caen en estas prácticas. Incluso son contratados por medios de comunicación para ejercer como opinadores, aunque sus antecedentes cuestionen su legitimidad.
La política convierte la mentira en una herramienta, y los medios la financian o encubren según convenga al relato predominante, y al hacerlo adelgazan aún más la delgada línea existente entre información y propaganda. La situación de los medios de comunicación, en particular aquellos financiados o alineados con partidos políticos, no escapa a esta lógica.
Los medios de comunicación, en vez de centrarse en la búsqueda de la verdad o de servir con independencia a sus audiencias, la mayoría se entregan al espectáculo, a las campañas ideológicas, e incluso alguno al acoso mediático. No puede llamarse periodista el que persigue a personas por la calle para exponerlas al escarnio público. Tampoco lo es revelar conversaciones personales sin valor informativo real, ni invadir la vida privada sin cumplir con principios mínimos de ética y respeto.
Pero el problema no es el servilismo a los intereses del dueño del medio, sino que buena parte del público, guiado por discursos populistas y radicales, ha sido convencido de que ese espectáculo violento, amarillista, que han convertido en lo que llamamos circo mediático, es el auténtico y verdadero periodismo, el periodismo valiente y auténtico. Esta es una verdad distorsionada, pero no cómo un hecho aislado, sino cómo parte de una estrategia que persigue terminar con cualquier noción de verdad compartida, haciendo que todo sea relativo.
Hoy, cualquier afirmación puede parecer válida si se repite lo suficiente en una televisión, red social o tertulia política. Muchos comentan que si lo hace la derecha, lo mismo debe hacerlo la izquierda, pero a la izquierda debe frenarla la ética, la diferencia esencial entre izquierda y derecha es la integridad. La izquierda, si lo es, ni miente, ni roba, y no puede tomar al electorado cómo si se tratase de un rebaño de borregos.
Una izquierda del siglo XXI debe construir un proyecto político real, que supere las divisiones internas, que destierre las luchas por la poltrona, que busque la unidad en causas concretas: la vivienda, la lucha contra la corrupción, la crisis climática, los derechos LGTBI, la emergencia social, etc. Solo la unidad de la izquierda puede otorgar la fuerza electoral suficiente que permitiría aprobar leyes efectivas para combatir estos problemas.
Pero hoy, en plena desinformación y cinismo, el primer paso consiste en volver a identificar qué es verdad y qué no. Qué es información y qué es propaganda. Qué es periodismo, y qué es simplemente espectáculo. Luego se podrán exigir responsabilidades políticas, judiciales y mediáticas. Si “muere la inteligencia” y sobrevive la mentira, lo que perdemos no es solo la calidad democrática, estaremos empezando a perder la posibilidad de entendernos, y sin entendimiento no podremos hacer un país donde convivir sea prioritario.
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