Sobre la memoria, las opiniones son muy diversas, desde un enigma fascinante y contradictorio, a un territorio en el que conviven el consuelo y el dolor, la traición y la lealtad, el olvido y la pervivencia. Borges la llama “quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos” y en efecto, eso parece: fragmentaria, imperfecta, nunca enteramente fiable.
Ese carácter fragmentario puede herir, porque “allí donde la toques, la memoria duele”, pero también es refugio. La memoria es el único paraíso del que no podemos ser expulsados. No solo es consuelo, también es vigilancia, Napoleón la comparaba con una guarnición que protege la fortaleza de la mente, y Shakespeare la llama “el centinela del cerebro”. Pero con igual facilidad puede volverse traidora, como el mal amigo que cuando más falta te hace, te falla.
También es fuente de poder y responsabilidad, y siempre hay que abstenerse de mentir, pues todo relato regresará mordiendo al embustero. Y resulta paradójica, porque la memoria se experimenta tanto como una facultad racional, sistemática, como un territorio gobernado por el corazón y las emociones y más que intelecto, su raíz es emotiva más que intelectual y práctica. Por eso, la memoria tiende a conservar lo que duele, lo que anhelamos olvidar, y es enemiga de nuestro descanso, y otros la ven como el deseo satisfecho, una manifestación de lo querido y atesorado.
La memoria es también olvido y humor, una fuente inagotable de paradojas, y ridiculiza la costumbre de narrar memorias olvidando, precisamente, la memoria. Quizá, como intuye Borges, somos, en última instancia, esa suma incierta de lo que recordamos y de lo que hemos perdido. La memoria nos construye, pero no nos pertenece enteramente, porque somos sus artífices y también sus víctimas, y estamos convertidos por ella en eternos habitantes de un territorio lleno de ecos, nostalgias y espejismos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario