El discurso que señala al migrante cala porque apela a emociones primarias como el miedo, la inseguridad y la necesidad de pertenencia. Este tipo de mensaje simplifica problemas sociales complejos y encuentra eco en contextos de incertidumbre económica o crisis social, donde resulta fácil construir al “otro” como culpable. Además, el relato se refuerza mediante narrativas mediáticas y políticas que vinculan migración con problemas de convivencia o delincuencia, aunque los datos no lo respalden.
Las demandas de deportaciones masivas resultan efectivas electoralmente porque proporcionan soluciones “simples” a miedos “complejos” y movilizan a votantes a través de la apelación a la “protección” de lo propio. Este tipo de discurso activa emociones de ira y rechazo que, sumadas a la sensación de pérdida del control frente a la globalización, convierten este mensaje en herramienta electoral para partidos que buscan polarizar y captar voto de castigo al sistema.
No se habla de modelos de convivencia funcionales porque no responden al relato de urgencia y alarma que domina la agenda mediática y política. Además, los ejemplos positivos suelen ser locales, menos espectaculares y, por tanto, reciben menos cobertura. Se prioriza lo polarizante, lo que fomenta el conflicto, ya que ello conecta más rápido con el público y moviliza votos.
Los datos, aunque desmientan la asociación entre migración y delincuencia, no bastan porque el debate social no es racional sino emotivo y simbólico. La percepción pesa más que la estadística, sobre todo cuando los discursos dominantes refuerzan el prejuicio. Cambiar esta percepción requiere políticas y narrativas a largo plazo, no solo datos.
La consecuencia de los discursos del PP es que legitiman un relato falso que alimenta el estigma, genera hostilidad social y puede inducir a respuestas violentas o discriminatorias, incluso si la realidad factual lo desmiente. Este tipo de discursos fragiliza la convivencia y erosiona la confianza en las instituciones democráticas. El discurso cala porque las redes sociales aceleran y amplifican las narrativas polarizantes. Ofrecen cámaras de eco donde se refuerzan prejuicios y bulos, y facilitan la viralización de contenidos emocionales y sensacionalistas. Sin embargo, no es solo responsabilidad de las redes, sino también de los partidos y medios tradicionales que reproducen estos relatos.
Gobernar con o bajo la influencia de partidos de ultraderecha normaliza ciertos discursos y políticas, haciéndolos parecer opiniones legítimas y parte del debate democrático habitual. Esta institucionalización del discurso xenófobo y racista legitima aún más su aceptación social. Hacer campañas en torno a la ultraderecha y repetir constantemente sus marcos y debates contribuye a darles centralidad y encuadrar la agenda política en sus términos, incluso cuando la intención es criticarlos. El resultado es que el discurso acaba normalizándose y permeando en sectores cada vez más amplios de la sociedad.
La corrupción alimenta el escepticismo hacia las instituciones y el discurso de antipolítica, que a menudo es instrumentalizado por fuerzas que promueven el odio o rechazan la pluralidad. La antipolítica es, en realidad, una forma radical y emocional de participación política, encauzada a través de la denuncia, el rechazo y la deslegitimación de lo existente. La “justicia” que instrumentalizan quienes ejercen violencia por motivos de origen es una justicia extralegal y vengativa, que busca justificar el castigo al “otro” por el mero hecho de serlo. Este tipo de conducta nace de la deshumanización, la construcción del otro como enemigo y la radicalización del discurso identitario.
Lo que vivimos es una combinación de miedo, incertidumbre y la instrumentalización política, amplificada por los medios y las redes, en un entorno de desconfianza y crisis de representación.
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