Ayer escuche la frase “la inexistente clase media” y esta mañana he escrito este comentario que titúlo
El gran engaño: cuando el obrero confunde el saldo de su cuenta con su lugar en la sociedad
Recuerdo una escena de cuando ejercía cómo alcalde, que empezó a ser común más que frecuente a finales del pasado siglo XX. Era ver como un trabajador de cualquier pueblo de España, alguien que llevaba años soportando jefes o patrones despóticos, horarios eternos algunos de sol a sol, y salarios justitos cuando no miserables, un día cruzaba una invisible línea. Compraba un coche nuevo, o hipotecaba su futuro a un banco con la compra de una vivienda. Esa noche, aunque fuese con agua, brindaba con su familia, sintiendo que había ascendido: ya no era “un currante más”, ahora era parte de eso que nos venden constantemente, ese maravilloso estadio social que conocemos como “clase media”.
Preguntaros ¿Es realmente así? ¿O estamos ante uno de los grandes engaños de nuestro tiempo, brillantemente disfrazado por el sistema capitalista? Según Karl Marx —y, más cerca de nuestro tiempo, Noam Chomsky— la respuesta es clara: el mito de la “clase media” no es más que una trampa ideológica diseñada para que los trabajadores pierdan la noción de quiénes son y se alejen de sus verdaderos intereses. Marx sostuvo que en el capitalismo sólo existen dos clases fundamentales: quienes controlan los medios de producción (la burguesía) y quienes sólo pueden vender su fuerza de trabajo (el proletariado). Todo lo demás es, en esencia, una brillante cortina de humo.
El discurso dominante en España, y en casi todo Occidente, dice algo distinto. Nos animan a aspirar a ese “ideal de vida” de la clase media: casa propia, coche, vacaciones pagadas y cierta sensación de estabilidad. Pero, como advierte Chomsky, la palabra “clase trabajadora” se borra del debate público por puro interés ideológico: es incómoda, remite a luchas y reivindicaciones, cosas que el sistema preferiría dejar en el olvido.
No importa si eres administrativo, técnico de taller o reponedor: si cada mes dependes de un salario y tus condiciones las fija otro, sigues siendo obrero, aunque estrenes coche o compres una vivienda. La supuesta transición a la “clase media” que celebras no es más que un espejismo útil al capitalismo para dividirte de los tuyos. Y peor todavía: contribuyes a invisibilizar la precariedad, el paro, la explotación y la desigualdad real que te rodea.
Detrás de este engaño está la voluntad de mantenernos dóciles. El relato promueve el consumo y la estabilidad como objetivos vitales y, al mismo tiempo, culpa a los individuos de sus fracasos en lugar de apuntar a las estructuras económicas que generan pobreza y desigualdad. Si las mayorías se convencen de que ya no son obreros, ¿quién va a luchar por mejorar las cosas? ¿Quién va a exigir cambios en la distribución de la riqueza o frenar las políticas que favorecen a una ínfima élite a costa de todos los demás?
Hoy, los datos hablan claro: mientras una minoría concentra cada vez más riqueza y poder, la mayoría de la población, la de verdad, la que sostiene el país con su trabajo, (esa a la que Abascal llam la España que madruga), ve cómo sus derechos y oportunidades se estancan o retroceden. Y precisamente este engaño sobre la identidad de clase es lo que impide una reacción colectiva.
Y voy a terminar con un reproche: obrero español, no te dejes seducir por el espejismo. ¡No renuncies a tu conciencia de clase solo porque el banco te permite soñar con un coche nuevo o tu propia vivienda! No es tu salario o tus bienes los que determinan tu lugar en el mundo, sino tu relación con el trabajo y con el capital. Si lo olvidas, el sistema habrá ganado otra batalla sin disparar una sola bala.
Reconocernos como lo que somos, trabajadores que dependen de su fuerza de trabajo para sobrevivir, es el primer paso para organizarnos, reivindicar lo nuestro y luchar por una sociedad más justa. No vivas el sueño que otros han diseñado para ti: ponlo en cuestión, despiértate y defiéndete. La falsa “clase media” no es el final de la historia. Es la pantalla que impide ver cómo se reparten, de verdad, el poder y la riqueza. La que hace que se vea en situación de que su voto vaya al partido que defiende los intereses de su jefe o patrón, porque el ya está en el mismo nivel, y ya no se siente explotado por ellos, los sigue viendo más ricos que el, pero ya no tanto.
Triste.
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