La figura de García-Page encarna la difícil convivencia entre la crítica legítima y la disciplina partidaria. Su caso ilustra cómo, en tiempos de crisis, la frontera entre la lealtad y la traición puede ser tan difusa como peligrosa para la estabilidad de un partido. Mientras unos lo ven como la conciencia incómoda del socialismo, otros lo señalan como el responsable de alimentar la fractura interna en el PSOE. El tiempo dirá si su apuesta por la crítica abierta refuerza o debilita el proyecto socialista.
La figura de Emiliano García-Page, presidente de Castilla-La Mancha, se ha convertido en el epicentro de una de las mayores tensiones internas del PSOE en los últimos años. Su postura crítica hacia la dirección de Pedro Sánchez y sus declaraciones públicas han alimentado el debate sobre la delgada línea que separa la lealtad institucional de la traición partidaria.
García-Page ha sido, en repetidas ocasiones, la voz discordante dentro del socialismo español. Sus críticas abiertas a la gestión de Pedro Sánchez, especialmente en relación a los recientes casos de corrupción que han salpicado al partido, lo han situado en una posición incómoda: la de quien denuncia lo que considera errores graves de su formación, pero al mismo tiempo es acusado de debilitar la unidad interna en un momento crítico.
Durante el reciente pleno monográfico sobre corrupción en el Congreso, Sánchez mencionó los casos de corrupción durante los gobiernos de Felipe González, una alusión que Page calificó de “francamente mal” e “innecesaria”. Para el presidente castellano manchego, “ningún Gobierno es infalible contra la corrupción”, pero considera que sacar a relucir viejas heridas solo contribuye a erosionar la imagen del partido.
La reacción de la militancia no se ha hecho esperar. A su llegada a la sede de Ferraz para el Comité Federal, García-Page fue recibido con abucheos y gritos de “traidor” y “sinvergüenza” por parte de algunos militantes socialistas, evidenciando la fractura interna y el rechazo que genera su postura entre los sectores más afines a Sánchez. Incluso desde el propio partido, voces como la del ministro Óscar Puente lo han tildado de “hipócrita”, acusándolo de criticar la gestión de la dirección mientras aplaude otras decisiones de la ejecutiva.
García-Page defiende que su crítica responde a una lealtad superior: la de preservar los valores fundacionales del socialismo y la honestidad política. Según él, callar ante los errores sería una forma de complicidad, y por ello insiste en la necesidad de soluciones políticas “a la altura de las circunstancias” frente a la crisis de corrupción que atraviesa el PSOE.
Sin embargo, sus detractores consideran que su actitud alimenta la imagen de un partido dividido y vulnerable, y que su insistencia en marcar distancias con la dirección nacional puede interpretarse como una forma de traición, no solo a Sánchez, sino al propio proyecto colectivo del PSOE.
La contradicción en la que se mueve García-Page es evidente: se proclama leal al partido, pero no duda en desafiar públicamente a su secretario general; exige transparencia y autocrítica, pero es acusado de erosionar la cohesión interna en favor de sus propios intereses regionales. Esta tensión entre lealtad y traición define hoy su papel en el PSOE y plantea un interrogante de fondo: ¿es posible ejercer una crítica constructiva sin ser tachado de traidor en un partido político?
Lo que parece claro es que tan legitima es la postura de García-Page, porque es presidente socialista con mayoría absoluta, cómo la de Salvador Illa, también presidente socialista con mayoría absoluta. Sin embargo, al segundo nadie en la derecha, parlamentaria y mediática, le da la razón cuando apoya a Sánchez, y si defienden la postura de García-Page cuando acusa a Sánchez ¿se habrá preguntado García Page a que se deberá esa defensa a ultranza que recibe de la derecha? Para mí es blanco y en botella.
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