miércoles, 16 de julio de 2025

Cuando el silencio de la Conferencia Episcopal demuestra su crisis de moral


Torre Pacheco convertido en escenario de un intenso debate sobre migración, convivencia ciudadana y reacción social frente a actos violentos.  Sin embargo, llama poderosamente la atención el silencio casi absoluto de la Conferencia Episcopal Española, un actor que tradicionalmente vocifera cuando se trata de cuestiones políticas y moralidad pública.

No hace tanto, cuando un caso de corrupción que salpicaba al PSOE, la voz de la Conferencia Episcopal se hizo oír rápidamente, reclamando elecciones anticipadas en nombre de la ética y del bien común. Curiosamente, ahora, ante el clima de rechazo y hostilidad contra los migrantes —aderezado con discursos y actos de extrema gravedad en Torre Pacheco—, la respuesta de la dirección eclesiástica ha sido el silencio. Este contraste no pasa desapercibido ni puede explicarse solo por cuestiones de prudencia institucional.

Es especialmente llamativo que grupos de corte franquista y fascista utilicen sin reparo términos como “cristianos” o “valores cristianos” para amparar acciones y discursos de claro rechazo, incluso odio, al diferente y al necesitado. El nacional catolicismo resurge como un escudo discursivo, una identidad utilizada para legitimar el rechazo al otro, cuando la esencia del cristianismo, según la propia doctrina de la iglesia, habla de acoger al forastero y proteger al vulnerable.

“Si fueran creyentes, no serían tan malos”, decía una vecina de mi pueblo, rescatando una sabiduría popular que desvela la distancia entre el credo y la práctica de algunos que se proclaman cristianos. Y eso hace que surja una pregunta inevitable ¿Qué fue de aquella iglesia humanitaria, volcada en el amor al prójimo y en la defensa de los derechos humanos? Porque lo quieran los católicos, o no,  resulta paradójico que, mientras se utiliza el catolicismo como parapeto para justificar marginaciones, la jerarquía católica, compuesta por los mismos que se llenan la boca denunciando una supuesta ola de anticlericalismo, hoy permanezca callada ante un drama social que interpela a sus más profundos valores evangélicos.

La doctrina social cristiana pone el acento en la integración, la solidaridad y la misericordia. El silencio ante la injusticia puede acabar pareciéndose a la complicidad. La actitud de la cúpula eclesiástica revela un apego preocupante al poder económico y político, y un alejamiento del sufrimiento real de los más vulnerables. El sentimiento anticlerical crece, no por un rechazo al mensaje original de un Cristo compasivo y emancipado, sino por la constatación de que parte del clero parece haber perdido la conexión con los problemas reales de la sociedad, prefiriendo el confort que le otorga la influencia institucional.

La instrumentalización del catolicismo por parte de determinados sectores, como excusa para rechazar y excluir, evidencia que la lucha ya no es entre cristianismo, islamismo o secularismo, sino entre una iglesia institucional atada al pasado y una fe popular, que reclama justicia y humanidad.  

Son silencios vergonzantes.

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