Para que haya justicia, cualquier
acusado o acusada debe ser informado de la acusación que se ha formulado contra
él o ella,
porque con ello se evitan las acusaciones sorpresivas y ayudar a que pueda
preparar desde el primer momento la defensa adecuada a la acusación que se le
hace
También tiene derecho a no
reconocer su participación en un delito, y faltar a la verdad no puede ser objeto de sanción, excepto
cuando no sea una declaración y se intente ocultar pruebas.
El más conocido de los derechos de la persona acusada, es que no tiene la obligación de probar su inocencia,
sino que ésta debe presumirse y el Tribunal actuar consecuentemente con esta presunción. Si la persona
que juzga no llega al convencimiento de la culpabilidad, deberá declarar su
inocencia.
Pero también existe el deber ciudadano de que la verdad resplandezca, y el ciudadano honrado debe asumir sus errores y la
culpabilidad en la vulneración de la ley. Pero derechos
y obligaciones chocan frontalmente en la cabeza del reo, y nadie puede pedirnos arrojar piedras contra
nuestro propio tejado.
Cuando quien es
juzgado es un personaje público, hacer justicia resulta más difícil. Cuando es un personaje político, que resplandezca la
justicia resulta casi imposible. Seguidores, aduladores y agradecidos de un
lado. Detractores, envidiosos, vengativos de otro. Si no imposible, si muy difícil. No se puede olvidar que en política
siempre hay un precio a pagar por el que destaca por su protagonismo, y cuando es juzgado ese precio aumenta.
En nuestro
país, que se declara un estado de derecho, a veces tenemos la sensación de que la justicia brilla por su ausencia.
Imputados que se enteran de que lo son por los medios de comunicación, aquellos
a los que no les concedemos el derecho a no confesar, y los que son condenados
por los medios antes de realizar un juicio formal.
Cuando la justicia no
lleva la venda en los ojos deja de ser justicia, y se vuelve parcial. Cuando una
sentencia es injusta, no puede ser obligatorio compartirla, ni respetarla,
ni acatarla, porque no pueden ser
merecedores de respeto los jueces que por subjetivos en sus decisiones resultan
injustos.
Pero no podemos olvidar que los primeros que nos convertimos en
jueces implacables de los demás somos los ciudadanos, y somos capaces de no ver
la viga en el ojo propio ni en el del amigo, y ver la paja en el ajeno o en el
del rival, y ver injusto al juez que sentencia contrario a lo que creemos, y
justo si es según nuestro criterio. Cuando ocurre esto último, entonces se nos olvida
que pueden equivocarse. Cuando ocurre lo primero, siempre se equivocan.
Lo que es innegable es que cuando no
impera la justicia en nuestra vida cotidiana, cada día es un día triste. Cuando
no hay juicio justo, la sentencia condenatoria se convierte en una venganza, en un ajuste de cuentas. Cuando el
culpable es declarado inocente, la justicia se convierte en un hazmerreir.
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