El sol apenas rozaba los tejados cuando decidió subirse las mangas de la camisa. Cruzó la puerta y salió. La casa olía a polvo y a silencio, como si nadie hubiese abierto las ventanas desde hacía semanas. Seguía sintiéndose triste, y en la farmacia no vendían remedios para su pena. Por eso había decidido salir a buscar los gestos de alguien como consuelo, entre el aire frío de la mañana.
Cuando regresó, trabajó todo el día cómo si esa fuera la única razón para seguir. Simulaba estar bien, fingiendo que la alegría aún existe. Por la noche se asomaba al ventanal por si alguna luz le hacía señales, porque desde que él se fue, solo vivía pendiente de las señales. Escuchaba la radio, releía sus cartas guardadas en la cómoda del dormitorio, le gustaba pensar que él era aquella sombra que cruzaba la calle.
Cada día que presagiaba que volvería, se arreglaba, se pintaba los labios y los ojos, y salía a su encuentro. Luego, regresaba con la pena de que tampoco había sido ese el día. Le gustaría saber si él la escuchaba desde el rincón del mundo donde estuviese, pero no lo sabía, y para cuando él le enviase su dirección, seguía escribiéndole cartas que nunca enviaba, y luego guardaba en el cajón del escritorio. Era su forma de seguir hablando con él.
Hasta que aquella noche, creyó oír un golpe en la ventana. No era su imaginación. Era la sensación, de que alguien hubiera pronunciado su nombre. Había sido el aire, pero ella sonrió, convencida de que era una señal que él le había enviado.
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