Desde la esquina, con la espalda apoyada en una farola fría, y mientras mi compañera entraba a una tienda, observaba con una mezcla de curiosidad antropológica y desengaño, la fila de migrantes alineados sobre la acera, la manta extendida como una isla en precario, donde desplegaban su mercancía: bolsos, gafas, cinturones, juguetes, todo posiblemente falsificado, pero que para ellos no era un delito, sino la forma concreta que tenía ese día el pan de sus hijos.
Nunca he logrado entender del todo la extraña fascinación que despierta ese tipo de venta ambulante. A mí siempre me ha parecido un lugar incómodo, saturado de cuerpos que se rozan, de pasos sin un rumbo claro, de voces superpuestas que convierten la calle en un murmullo espeso, a veces hasta molesto, demasiado carente de sentido como para resistir allí más de unos minutos. Y, sin embargo, cada tarde, sobre todo los fines de semana, la multitud vuelve como si obedeciera a un rito ancestral: acuden a comprar baratijas y marcas falsas, pero también a reafirmar, sin decirlo, su condición de ciudadanos respetables que “pagan sus impuestos” mientras curiosean sobre aquellas mantas que se pueden recoger en segundos.
Los vendedores son casi siempre hombres con la piel tostada por soles que no figuran en ninguno de nuestros partes meteorológicos, con un cansancio viejo. en la mirada, vendiendo las cosas más insospechadas con las que arañan un salario que nunca se llama así. Hay quien les compra movido por una vaga idea de ayudar, una limosna camuflada de ganga, pero también están los otros, los que piden una mercancía sabiendo de sobra que es falsificada y luego exigen garantía, factura y hasta hoja de reclamaciones, para tener motivo después para montarles un circo cuando comprueban que el vendedor no puede ofrecer nada de eso, y eso les ayuda a discutirles el precio. En realidad, lo que exhiben no es sentido de la justicia, sino una tacañería orgullosa, una forma de crueldad barata: regatean hasta el último euro como si en ese descuento se les fuera la vida, olvidando que a quien se lo arrancan es a alguien para quien esos pocos euros son, literalmente, la comida de ese día.
Cada objeto que reposa sobre esas mantas tiene un encanto extraño y especial, como si en su defectuosidad residiera una forma torcida de belleza, una promesa de pertenencia, aunque sea por un rato, a un mundo de marcas que no fueron hechas para esos bolsillos. Pero ese mismo defecto puede encender la mecha de un rugido patriótico: de pronto se escucha un insulto racial, seco y cortante, que resuena en el aire como un disparo, y lo que sigue es todavía más perturbador, porque la gente aplaude al que insulta, ríe, asiente, como si no supieran o no quisieran saber, que esas mercancías que señalan con el dedo son falsas o defectuosas porque así lo exige la economía que ellos mismos alimentan.
El desenlace casi nunca cambia: el vendedor, con los ojos brillantes de rabia y vergüenza, recoge a toda prisa sus cosas por si acaso acude la policía, mientras intenta que no se le note que está al borde de las lágrimas. Cuando todo termina, sólo quedan los restos de ese pequeño naufragio cotidiano: papel de estraza arrugado, una galleta rota pisoteada junto al bordillo, una bufanda abandonada que nadie reclama, como si también ella hubiera perdido sus papeles. Pero lo que permanece de verdad no es eso, sino el peso invisible que dejan en el aire las humillaciones silenciosas, una sensación densa que se pega a la piel y cuesta sacudirse al volver a casa. La calle, se repite como un mantra que es de todos; pero allí, entre las mantas y los gritos, se revela una verdad incómoda: la calle es de algunos, aunque todos, absolutamente todos, crean tener razón.
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