En un pueblo perdido de la Mancha la guerra empezó a la hora exacta en que el reloj de la torre decidió no seguir dando cuerda al futuro. Marcaba las dos y media, pero más que una hora era una sentencia: desde entonces la plaza quedó con esa luz rara de los lugares donde ya pasó algo irreparable y, sin embargo, la vida insiste en seguir comprando pan.
La noticia no llegó en boca de un héroe ni de un mártir, sino por un teléfono que sonó en el cuartel como llega el frío en invierno, sin pedir disculpas. El coronel, que tenía el bigote firme y la conciencia moldeable, escuchó palabras grandes (éxito, sublevación, estado de guerra) y sintió de golpe que los galones le apretaban más que las botas. Colgó el auricular con el gesto solemne de quien apaga una vela delante de un crucifijo, y con ese ademán mínimo, casi doméstico, expulsó al pueblo del derecho a la paz, sin siquiera ofrecerle una posibilidad de hace reclamaciones.
Los edificios públicos, que hasta entonces solo conocían el bostezo de la burocracia y el sello de caucho estampado en tinta, se llenaron de hombres armados. Caminaban por los pasillos como si hubieran descubierto un continente nuevo, aunque solo fueran las mismas oficinas de siempre, con sus sillas cojas y sus santos descolgados. Tomaron el Ayuntamiento, la Casa del Pueblo, las centrales de servicios, y desde aquellos teléfonos que antes servían para hablar de suministros y reparaciones, ordenaron a los pueblos vecinos que proclamaran el bando de guerra, detuvieran autoridades y clausuraran las esperanzas, así, en plural, como si fueran un negocio poco rentable.
No hubo debates ni largas sesiones; la democracia salió por la puerta de atrás, sin expediente y sin indemnización. El pueblo, que hasta ayer discutía por la cosecha o por los apagones de la luz, se encontró de pronto con que las decisiones importantes se tomaban en voz baja, con uniforme, y sin testigos.
La resistencia no comenzó en una mesa de estrategas, sino en la tierra reseca que se les metía en las uñas a los jornaleros. Fue un instinto antiguo, casi terco, que subió desde las suelas gastadas hasta las manos que sabían de arados más que de fusiles. Los obreros, muchos anarquistas, entendían mejor un cielo de tormenta que un libro de misa, y declararon la huelga general con la mezcla extraña de respeto y porfiada dignidad de quien sabe que puede perder, pero igual insiste.
No tenían uniformes a juego ni arengas. Tenían, eso sí, una larga costumbre de obedecer a los patronos y una creciente necesidad de dejar de hacerlo. Salieron a las aldeas, donde las escopetas dormían su siesta larga en los pajares y las pistolas envejecían, discretas, en cajones de capataces que ya no recordaban cuántas veces las habían sacado. Rebañaron lo poco que había; lo demás lo pusieron las manos y esa rabia antigua que viene de siglos sembrando pan para otros y recogiendo siempre, como premio, el cansancio.
Quienes no encontraron armas se presentaron con hoces, palos, navajas, con la ropa de todos los días y esa manera de pararse que tiene la gente cuando decide, sin grandes discursos, que hasta aquí. Sin mapas, sin galones, sin academias, se atrincheraron en esquinas, portales y detrás de carros, mientras enfrente los esperaban derechistas y guardias civiles atrincherados en el centro del pueblo, como un tumor instalado justamente en el corazón de la plaza.
Cada disparo fue un aldabonazo en puertas que ya estaban cerradas desde antes de la guerra. Cada refriega levantaba un polvo espeso, mezcla de cal, pólvora y miedo, que se pegaba a la piel más que el sudor. Los golpistas, tan seguros al principio, fueron descubriendo en su propio cuerpo una cosa humilde llamada cansancio y otra más peligrosa llamada duda. Hubo un instante en que pareció que la historia, por una vez, iba a inclinarse hacia el lado de los descalzos. No duró mucho, pero fue suficiente para que algunos se atrevieran a imaginar un futuro más grande que su jornal.
Entonces apareció la columna. Primero fue apenas un rumor, una nube de polvo en el horizonte, como esas tormentas que uno ve venir desde lejos y que, aunque todavía no han llegado, ya le arruinan la tarde a la llanura. Nadie supo quién la vio primero; en los años siguientes la versión más repetida fue la de una niña subida a la azotea recogiendo la ropa tendida, la que gritó que venían hombres que no se parecían a los de allí. Tal vez esa niña existe, tal vez no. En los pueblos, a falta de notarios, la memoria hace lo que puede y les pone rostro a los miedos y les inventa biografía. Lo cierto es que la columna llegó, y con ella se terminó la ilusión provisoria de que los de abajo podían sostenerle la mirada a los de arriba.
Y así quedó el pueblo: con un reloj que a las dos y media ya no mide el tiempo, sino la herida; con una plaza en la que la gente sigue cruzando cada día, pero nunca sin reparar, aunque sea un segundo, en que hubo una vez en que la historia estuvo, por un instante, a punto de ser distinta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario