El cocherito llegó al amanecer, silbando aquella tonadilla que todos conocían. El coche, viejo y brillante en otros tiempos, dormía bajo una capa de polvo en el cobertizo. “Hoy sí que sales a rodar”, prometió el cocherito, mientras acariciaba las bridas gastadas.
Pero al subir al pescante y dar el primer chasquido de látigo, los caballos se miraron entre sí: algo iba mal. El eje delantero crujió como un árbol viejo, y una de las ruedas se clavó en el barro hasta los radios. El cocherito suspiró.
—Otra vez no, leré…
Se remangó y buscó la caja de herramientas: una llave inglesa, un martillo y un trozo de alambre. Los niños del pueblo, que habían salido a curiosear, se sentaron en la valla, coreando la canción como si fuera un conjuro.
“Cocherito, leré, me dijo anoche, leré…” —cantaban, entre risas y ecos.
Tardó casi toda la mañana en desarmar aquel viejo eje, limpiar la grasa vieja y encajar una pieza nueva que había estado guardando “por si acaso”. Al final, cuando el sol ya brillaba entre los chopos del camino, el coche volvió a crujir, pero ahora ya era de alegría. Los caballos resoplaron, inquietos y felices. El cocherito subió, se ajustó el sombrero, y con un gesto de orgullo soltó las riendas.
—Ahora sí, ¡a montar en coche!
Y mientras el carruaje se alejaba, los niños de la valla se quedaron lejos, y sus risas siguieron flotando como una brisa amable sobre el polvo del camino.
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