viernes, 12 de diciembre de 2025

¿Se ha preguntado España qué quiere ser de mayor? Polarización, populismo, vivienda, desigualdad, diversidad...


La sociedad española actual está viviendo una mezcla tensionada de avances indiscutibles en derechos y diversidad con una sensación creciente de bloqueo vital, polarización y desgaste democrático. Bajo una superficie de aparente modernidad y tolerancia, se combinan vidas en precario, vivienda inalcanzable para gran parte de la juventud y un clima público donde hacer matizaciones a las grandes proclamas histriónicas de algunos lideres y lideresas parece haber dejado de estar de moda.

Hemos consolidado una cultura de la apariencia, la cultura del envase que olvida el contenido, muy alimentada por redes sociales, donde importa más parecer sensible, leído o comprometido que asumir las consecuencias incómodas de esas lecturas y compromisos en nuestra vida cotidiana. En el debate público predomina una dicotomía, un esquema binario de “conmigo o contra mí” que reduce la complejidad a bandos morales, penaliza las dudas y las indecisiones, y convierte el espacio común en un campo de batalla de identidades. 

Esta lógica empobrece la conversación democrática: el desacuerdo deja de ser una oportunidad para aprender y se convierte en una amenaza a la propia identidad. Eso explica que haya más ruido político que reflexión, más consignas que argumentos y más fidelidades emotivas que un proyecto de país. Son datos de estudios, los que nos dicen que la polarización afectiva ha crecido de forma sostenida en los últimos años en España, con una mayoría ciudadana que percibe más crispación que hace unos años. Ese clima favorece una política concebida como espectáculo de bloques enfrentados, donde el objetivo principal es movilizar a los ya convencidos y deslegitimar al adversario, no construir acuerdos básicos. 

Y ahí, la izquierda lleva todas las de perder el relato, porque en este contexto, parte de la izquierda corre el riesgo de refugiarse en gestos y símbolos mientras deja sin respuestas convincentes cuestiones materiales que definen la vida de las mayorías. Y parte de la derecha explota el cansancio y el miedo, prometiendo simplicidad ante problemas complejos y señalando chivos expiatorios allí donde harían falta reformas estructurales. El modelo sanitario es un ejemplo de esto en esta semana.

El acceso a la vivienda se ha convertido en la verdadera prueba de realidad de la sociedad española: buena parte de los jóvenes, incluso con formación, no puede iniciar un proyecto vital independiente sin depender de la familia o endeudarse de por vida. Informes recientes muestran que solo una minoría de menores de 35 años que intentan comprar o alquilar logran su objetivo, mientras los precios suben mucho más que los salarios y el esfuerzo necesario supera con creces el umbral razonable de ingresos. 

No puede haber discurso serio sobre igualdad de oportunidades si la vivienda se mantiene como un privilegio hereditario más que como un derecho efectivamente garantizado. Ninguna fuerza política podrá ganar estabilidad social duradera si no aborda de forma creíble la cuestión habitacional, con parque público suficiente, regulación eficaz y redistribución intergeneracional. 

En la conversación pública española se ha confundido a menudo ser “progre” con ser de izquierdas, reduciendo el proyecto emancipador a estilos de vida, lenguaje y símbolos, sin anclaje material. Una izquierda que renuncia a priorizar salario, vivienda, servicios públicos y fiscalidad justa no es una izquierda, y corre el riesgo de dejar el terreno del malestar económico a fuerzas que lo capitalizan en clave reaccionaria.

Eso no significa regresar a un viejo obrerismo, en muchas ocasiones ciego ante la opresión por género, raza o diversidad, sino intentar integrar la agenda material y la agenda de derechos en un mismo horizonte de igualdad real. Hoy, una propuesta transformadora que no incorpore de manera seria la diversidad humana, étnica y de género no solo es injusta, también es políticamente miope e incapaz de hablar a la sociedad que ya existe. 

España es hoy un país profundamente diverso: la población de origen migrante y afro descendiente crece y forma parte estructural del tejido social, económico y cultural. Entre la juventud, frente a lo que muchos nos cuentan de que toda la juventud es de pensamiento ultraderechista, las encuestas muestran actitudes mayoritariamente favorables hacia la mezcla étnica y la convivencia, lo que indica que la España real va por delante de muchos marcos políticos y mediáticos. Sin embargo, esa normalización convive con discriminaciones persistentes en el acceso a la vivienda, el empleo y el trato institucional, como documentan los estudios sobre racismo en España. Urge abordar la diversidad cultural y étnica con decisión y sin complejos: no como excepción a gestionar, sino como realidad constitutiva del país y como oportunidad para redefinir una identidad común más plural, democrática y compartida. 

De no hacerlo, no habrá buenos tiempos para la lirica.

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