Anoche en el PP tiraban cohetes. Pero si fueran políticos serios y no actores y actrices del teatro de la discordia que ellos mismos han creado, admitirían que no han ganado y que si han deteriorado la democracia. Ese es, en el fondo, el balance político de lo ocurrido ayer en Extremadura: una operación presentada como alternancia normal que, en realidad, normaliza la presencia determinante de la extrema derecha en las instituciones y rompe consensos éticos que habían costado décadas construir. Confundir mayoría parlamentaria con legitimidad moral es una forma de empobrecer la democracia hasta convertirla en un mero reparto de sillones, sin proyecto ni horizonte colectivo.
Lo primero que llama la atención es la personalización grotesca del conflicto político: todo se reduce a un “contra Sánchez” que sirve para evitar cualquier discusión sobre modelo de país, servicios públicos o derechos sociales. Ese marco convierte las elecciones en un plebiscito permanente sobre un líder, no sobre programas, y es funcional a quienes no quieren hablar de desigualdad, abandono territorial o precariedad vital. La paradoja es evidente: se castiga a un partido o a una figura concreta, pero las políticas que terminan imponiéndose son las de quienes nunca han estado del lado de la mayoría social.
Extremadura aparece, así como un espejo incómodo de lo que pasa en el conjunto del Estado: décadas de promesas incumplidas, infraestructuras que nunca llegan, jóvenes que se marchan y territorios tratados como periferia sacrificable. La región se ha convertido en campo de pruebas de estrategias nacionales diseñadas desde centros de poder ajenos, que miran el mapa solo en clave de aritmética electoral, no de justicia territorial. En ese contexto de frustración, parte de la ciudadanía se queda en su casa, y otra parte termina votando a fuerzas que representan exactamente los intereses que han condenado a la región a la irrelevancia y al atraso.
La llamada “victoria” del PP es, en realidad, una victoria hueca: menos votos y más escaños, un maquillaje estadístico que esconde la ausencia de proyecto y de ilusión transformadora. El PP no llega a gobernar con un plan para Extremadura, sino con una calculadora y una dependencia estructural de Vox, que no gobierna formalmente, pero fija los límites de lo decible y lo posible. Cuando el socio imprescindible es una fuerza que niega consensos básicos en igualdad, memoria democrática o derechos civiles, el programa deja de ser de “centro-derecha” para convertirse en un programa tutelado desde posiciones más reaccionarias.
Vox no es la respuesta al hartazgo, es la explotación política del hartazgo. No ofrece soluciones estructurales al abandono ni a la desigualdad, sino un repertorio de culpas dirigidas hacia los de siempre: mujeres organizadas, migrantes, ecologistas, sindicatos, cualquier actor que cuestione los privilegios establecidos. Pactar con Vox no es un gesto táctico inocuo: tiene consecuencias morales y sociales profundas, porque legitima un discurso excluyente que permea instituciones, medios y conversaciones cotidianas, desplazando los límites democráticos hacia posiciones cada vez más autoritarias.
Y no se engañen en el PSOE buscando justificaciones, porque su “batacazo” es más un síntoma que una causa: expresa un malestar profundo con la situación del país y con la sensación de abandono territorial. No se trataría solo de un castigo a Pedro Sánchez o a unas siglas, sino de la percepción de que el partido no ha sabido ofrecer respuestas creíbles al deterioro social, económico y territorial acumulado por Extremadura.
Entre las posibles causas: la derecha convierte cualquier elección en un referéndum emocional “contra Sánchez”, desdibujando debates de modelo de país; muchos votantes perciben que el PSOE forma parte de un consenso de élites que ha aceptado la desigualdad territorial como algo estructural; el vacío de proyecto ilusionante y la incapacidad para canalizar el hartazgo han dejado espacio a un voto de protesta; el candidato era manifiestamente mejorable.
Lo ocurrido ayer en Extremadura debería ser una doble advertencia: por un lado, sobre la capacidad de la derecha para articular mayorías con un proyecto vacío pero emocionalmente eficaz; por otro, sobre la desconexión de las fuerzas progresistas respecto a la experiencia real de abandono en los territorios. O se reconstruye un proyecto que hable de futuro para Extremadura y para todas las “periferias” del país —con empleo digno, servicios públicos robustos y soberanía sobre sus recursos—, o el hueco lo seguirán ocupando quienes solo saben convertir el malestar en resentimiento y el resentimiento en poder reaccionario.
Se abre la puerta de nuevo al señorito Iván, el terrateniente del cortijo extremeño en la novela Los santos inocentes de Miguel Delibes. Todo augura la vuelta al señorito rural franquista: un amo arrogante, clasista y cruel, obsesionado con la caza y convencido de que la desigualdad entre señores y criados es “ley de vida” . Volverá el trato a los jornaleros como si fueran casi esclavos, a utilizarlo como perro de caza incluso poniendo en riesgo su salud e integridad física para lucirse ante otros señores . Es la encarnación del opresor de clase.
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