“En Castilla-La Mancha, una región marcada por la precariedad, la temporalidad, los bajos salarios y la expulsión de la juventud, abrirle la puerta a quienes recortan derechos laborales, debilitan los servicios públicos y enfrentan a los de abajo entre sí es repetir la historia por la peor página”
En España y Castilla La Mancha, podría darse un giro a la chilena, con una derecha dura y una ultraderecha hegemónica, porque existen condiciones sociales, culturales y políticas similares: malestar económico, miedo, desafección y una izquierda incapaz de articular un proyecto ilusionante y estable para las mayorías populares. Esa combinación abre la puerta a que discursos reaccionarios, autoritarios y “antipolíticos” se presenten como solución, cuando en realidad son una amenaza directa para los trabajadores y sus derechos.
Chile acaba de elegir a José Antonio Kast, primer presidente de extrema derecha desde la dictadura de Pinochet, con un 58% de los votos y un discurso de “orden” centrado en migración, seguridad y mano dura. Es un dirigente que no rompe con el legado pinochetista y que reivindica un modelo económico ultraliberal combinado con autoritarismo penal, ultra catolicismo, muros fronterizos y un Estado social restringido.
Ese triunfo llega tras un ciclo de enorme movilización social, un proceso constituyente frustrado y una izquierda que no supo convertir las demandas de dignidad, pensiones y servicios públicos en cambios tangibles para las mayorías. El resultado es demoledor: el voto de sectores populares que protagonizaron la revuelta de 2019 acaba canalizado hacia un proyecto reaccionario que promete seguridad, orden y castigo a “los otros”, pero no una redistribución real de la riqueza.
En España, después de la dictadura franquista, la democracia se construyó sobre una transición pactada que dejó impune mucho del aparato económico, judicial y cultural del franquismo, lo que alimentó un “franquismo sociológico” latente. Décadas después, la explosión de la crisis de 2008, la precarización generacional y el resentimiento territorial (Cataluña, nacionalismo español agresivo) han sido terreno fértil para la extrema derecha.
Vox ha demostrado capacidad para crecer y consolidarse, especialmente entre jóvenes, clases medias empobrecidas y una parte nada desdeñable del voto obrero, convirtiéndose en actor clave en múltiples gobiernos autonómicos y municipales. Su discurso mezcla ultranacionalismo, antifeminismo, xenofobia y nostalgia de orden, pero no ofrece ninguna agenda económica orientada a mejorar salarios, empleo estable o protección social de los trabajadores.
Las derechas actuales comparten un núcleo ideológico: rebajar impuestos a rentas altas y grandes empresas, debilitar la negociación colectiva y limitar el Estado social, aunque lo vistan de “libertad” o “eficiencia”. La ultraderecha añade a esa agenda económica un envoltorio identitario que enfrenta a trabajadores entre sí: nacionales contra migrantes, fijos contra precarios, público contra privado, hombres contra mujeres, para evitar que el conflicto se plantee en términos de clase.
Esta amenaza no es una abstracción, también tiene un rostro muy concreto en Castilla-La Mancha a la que nada de esto le resulta ajeno. En nuestra tierra, la suma PP-Vox ya concentra una parte muy significativa del voto, y la extrema derecha ha pasado de ser residual a tener representación decisiva en Cortes, ayuntamientos y diputaciones. En una región marcada por la precariedad, la temporalidad, los bajos salarios y la expulsión de la juventud, abrirle la puerta a quienes recortan derechos laborales, debilitan los servicios públicos y enfrentan a los de abajo entre sí es repetir la historia por la peor página. Si Chile nos advierte de lo que ocurre cuando la frustración social acaba capitalizada por la extrema derecha, Castilla-La Mancha debería ser el primer territorio en tomar nota antes de que el “orden a costa de derechos” se convierta aquí en realidad cotidiana.
Estudios sobre extrema derecha en Europa muestran un patrón claro: allí donde gobierna o condiciona gobiernos se recortan derechos sindicales, se flexibiliza el despido, se bloquean o desmantelan políticas sociales y se protege selectivamente a “los de casa”, manteniendo intactos los privilegios empresariales. Bajo la retórica de defender “al pueblo trabajador”, votan sistemáticamente contra subidas del salario mínimo, refuerzo de inspección laboral, regulación del alquiler o impuestos a grandes fortunas. PP y Vox ya están cogobernando y pactando presupuestos en distintos niveles institucionales, como diputaciones y ayuntamientos, aplicando una agenda de recortes y privatizaciones encubiertas que agrava la situación de los trabajadores.
Lo que ha ocurrido en Chile muestra que no basta con haber sufrido una dictadura para quedar vacunados contra la extrema derecha: se puede pasar de la memoria del terror al voto masivo a un heredero político de ese régimen. En España, que también viene de una dictadura, el riesgo es que la frustración social y la incapacidad de construir un proyecto de izquierda sólido terminen abriendo la puerta a una alianza entre derecha y ultraderecha normalizada que consolide un nuevo ciclo regresivo.
Si las fuerzas progresistas no son capaces de garantizar vivienda, salarios dignos, servicios públicos sólidos y una narrativa de futuro para las clases populares, el hueco lo llenan quienes se dedican solo a señalar chivos expiatorios y prometen “orden” a costa de derechos. Para los trabajadores, en España como en Chile, esa combinación de neoliberalismo y autoritarismo sólo puede significar más precariedad, más miedo y menos poder frente a quienes realmente mandan: capital financiero, grandes empresas y élites económicas.
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