viernes, 26 de diciembre de 2025

Aprovechen el momento, y firmen un armisticio


Ver a militantes de la izquierda del PSOE alegrándose de los malísimos resultados de ese partido en Extremadura, a otros interpretar que el buen resultado de Unidas por Extremadura es una llamada de atención para que Sumar desaparezca, o escuchar a un jarrón chino socialista pedir abstenerse para que el PP gobierne, solo invita a pensar que a toda la izquierda española, prefiere antes que el rival pierda, que ver a su equipo  jugar bien. 

Antes muerta que sencilla. Parece ser, que hasta que no llegue ese momento en que la izquierda no pueda elegir entre susto o muerte, porque ya solo le quede morir, algunos no empezaran a pensar en lo común antes que en lo propio, antes en lo que une de en lo que separa. Antes de hablar del frente amplio, tienen que empezar por dejar de matarse.

En el lenguaje político, un armisticio puede entenderse como la suspensión de hostilidades entre fuerzas que siguen teniendo diferencias profundas, pero que acuerdan dejar de “dispararse” para concentrarse en un objetivo común. No es una paz definitiva ni una fusión orgánica, sino un alto el fuego que abre la puerta a la negociación sobre el proyecto y las reglas del juego compartidas. Trasladado a la izquierda, un armisticio significaría, por tanto, detener la guerra de vetos cruzados, listas paralelas y descalificaciones públicas, sin exigir a nadie que renuncie a su identidad, pero sí exigiendo responsabilidad ante el adversario real. Un armisticio entre las izquierdas es hoy una necesidad estratégica: sin una suspensión de hostilidades internas no habrá ni programa creíble ni alternativa real frente a una derecha cada vez más hegemónica en el bloque ideológico. La cuestión ya no es si conviene entenderse, sino si pueden permitirse no hacerlo.

En el último ciclo, el bloque de izquierdas ha perdido peso electoral mientras la derecha y la extrema derecha consolidan y amplían su espacio, incluso cuando hay descontento social con cuestiones como vivienda o condiciones laborales. La fragmentación, las escisiones en cadena y las candidaturas enfrentadas en territorios clave han convertido cada elección en un combate fratricida donde los escaños que se pierden no se recuperan en ningún otro lado. Todos son más puros y limpios que el otro, pero también todos parecen no darse cuenta de lo paradójico que resulta que buena parte del electorado progresista no discuta la necesidad de políticas más ambiciosas, pero percibe a sus representantes como más pendientes de sus querellas internas que de dar respuestas tangibles a los problemas de los ciudadanos. 

Pero un armisticio sin condiciones claras solo serviría para ganar tiempo y posponer el siguiente choque. Para que ese choque no se dé, debería, como mínimo, apoyarse en tres compromisos: Reconocimiento mutuo y fin de los vetos personales y orgánicos, asumiendo que la pluralidad es una realidad estructural del espacio y no una anomalía que deba corregirse a golpe de purga electoral; Mecanismos de decisión compartidos (primarias o acuerdos verificables) para las listas, evitando que cada cita con las urnas se convierta en una guerra de marquesinas, logos y egos locales; Un marco programático mínimo y vinculante que fije líneas rojas (servicios públicos, derechos sociales, calidad democrática) sobre las que nadie pueda gobernar en contra, aunque la correlación de fuerzas internas oscile. Sin esas condiciones, la “unidad” se degradará en mera foto preelectoral destinada a explotar en cuanto se reparten puestos y cuotas institucionales. 

Anguita convirtió en consigna algo elemental: antes de los nombres, el programa; primero el qué, luego el quién. Décadas después, la izquierda repite el lema, pero practica lo contrario: se discuten liderazgos, siglas y relatos, mientras los programas se convierten en catálogos vaporosos, inflados de promesas sin priorización ni memoria de cumplimiento. Reivindicar hoy el “programa, programa” implica tres exigencias incómodas: seleccionar pocas banderas claras y comprensibles, evaluar públicamente qué se cumplió y qué se traicionó en la legislatura anterior, y admitir que un buen programa también requiere renuncias, frente al deseo maximalista de cada una de las subcorrientes.  Sin esa autocrítica, cualquier llamada a la unidad será percibida como mera operación de supervivencia de las élites partidistas.

El auge sostenido de la extrema derecha y la normalización de discursos autoritarios no son un espantajo retórico, sino un dato político que atraviesa EE. UU., Europa y encuentra eco creciente en España. Frente a ese escenario, una izquierda ensimismada en sus cismas no solo se hace daño a sí misma, sino que  deja desprotegidos a quienes dependen de sus propuestas políticas para sostener la sanidad pública, la educación, la vivienda o la transición ecológica con justicia social. 

Poner encima de la mesa un armisticio entre toda la izquierda no es, por tanto, un gesto de buena voluntad entre viejos camaradas, sino un deber democrático frente a una correlación de fuerzas que se inclina hacia proyectos regresivos. No se trata de que las izquierdas se quieran más, sino de que se disparen menos entre sí y apunten, de una vez, hacia donde está el verdadero poder. El armisticio en la izquierda es una urgencia democrática.

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