Porque solo en la mente de los inocentes puede ser posible imaginar que los políticos del Partido Popular son un accidente del sistema y no su producto más acabado y obsceno. Pongamos que hablo de Mazón, De Ayuso, de Moreno, de Mañueco, de Guardiola, de López Miras, podría dar la relación completa. No están ahí por su capacidad, ni por su compromiso, ni por una idea mínimamente noble de lo público; están porque a ciertos poderes les conviene tener a personas dispuestas a convertir las instituciones en un cajero automático para los suyos mientras miran hacia otro lado cuando la realidad se desborda.
La tarde de la DANA, Mazón no estaba gestionando una emergencia, estaba sencillamente en la nada: sin mando, sin presencia, sin responsabilidad, convertido en una sombra pagada con dinero público mientras la gente se ahogaba. Lo mismo otros con las residencias, con los incendios, etc. Esa inacción no es una anécdota, es un símbolo brutal de cómo conciben su cargo: una banda de comodidades, fotos y comidas, pero jamás un espacio de obligación frente a la vida y el sufrimiento de los demás.
Cuando la tragedia golpea, el PP no aparece para dirigir nada, sólo para calcular el coste político y la rentabilidad electoral de cada cadáver y cada casa destruida. No hay proyecto de país ni ética del deber, sólo una infinita capacidad para desaparecer a la hora de la verdad y reaparecer después para posar entre las ruinas y prometer lo que jamás han tenido intención de cumplir.
Las instituciones, en sus manos, no son herramientas para proteger a la ciudadanía, sino andamiajes para el saqueo organizado. Se utilizan los cargos para colocar amigos, tejer redes de favores, garantizar negocios futuros y abrir grifos de dinero público que riegan bolsillos privados mientras se seca todo lo demás: sanidad, educación, dependencia, prevención, servicios sociales.
No hace falta que todos roben de forma burda; basta con que actúen como intermediarios sumisos entre lo público y los intereses económicos que llevan décadas desangrándolo todo. El resultado es siempre el mismo: menos Estado cuando se trata de cuidar, más Estado cuando se trata de rescatar empresas amigas, tapar agujeros propios o financiar campañas llenas de mentiras.
Prestige, Yak-42, metro de Valencia, Angrois, 11M, Filomena, residencias durante el COVID, Danas, incendios: cambia el escenario, pero el guion es siempre el mismo. Primero, no hay prevención, ni medios, ni planificación, porque eso no da foto ni rinde comisiones; después, cuando estalla la tragedia, llegan el desconcierto, la ausencia de mando y la huida.
Luego se despliega el manual del PP: negarlo todo, desviar culpas, mentir sin pestañear, fabricar relatos alternativos, sembrar dudas, culpar a las víctimas si hace falta y, cuando ya no cuela nada, envolverse en la bandera y acusar de miserables a quienes se atreven a señalar lo evidente. Jamás reconocer un error, jamás dimitir, jamás pedir perdón; la culpa, siempre, es de otro.
No se trata solo de incapacidad, sino de una moral torcida hasta el extremo. Son capaces de instrumentalizar muertos, dolor y ruinas mientras se indignan, con fingida superioridad moral, si alguien osa recordar su historial de fechorías, recortes y decisiones asesinas en cámara lenta. Se rasgan las vestiduras si se les llama lo que son, pero no tuvieron reparos en triturar a víctimas que no se acomodaban a su relato, ni en convertir a la prensa afín en una máquina de barro contra cualquiera que se atreva a cuestionarles. El cinismo no es un efecto secundario, es el núcleo mismo de su forma de hacer política.
Nada de esto sería posible sin la otra mitad de la ecuación: los santos inocentes, una ciudadanía cansada, desinformada o resignada, que muchas veces ha dejado de leer, de contrastar, de debatir, convertida en presa fácil de los eslóganes y los titulares de odio. Se ha normalizado votar con las tripas, con el resentimiento o con la frase letal de “para que roben otros, que roben los míos”. Ese voto de odio y de entraña les sostiene: permite que los mismos que recortan servicios, destruyen lo público y abandonan a la gente cuando más lo necesita, regresen una y otra vez al poder como si nada hubiera pasado. Cada papeleta acrítica es una invitación a que sigan viviendo de todos mientras no responden por nada.
Los políticos del Partido Popular no van a cambiar porque su modelo funciona: lucrarse, destruir lo común, culpar a otros y salir indemnes gracias a un bloque de votantes que prefiere ver hundido el país antes que cuestionar a “los suyos”. La única fractura posible de ese círculo vicioso pasa por señalarlo sin eufemismos, por nombrar la dejación criminal como lo que es y por exigir una política que vuelva a tener algo que ver con el bien común y la decencia mínima.
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