La historia empezó en aquel cuarto diminuto. Él siempre se sintió extranjero un país extraño, extranjero incluso en su propio cuerpo. Ella se reía y le llama exagerado. Lo cierto es que, en el fondo, la atraía y la conmovía esa melancolía que envuelve al hombre que se sabe siempre un poco fuera de lugar, siempre a medio camino de todas partes. Afuera era día de Navidad, con las luces de otros encendidas en las ventanas y ese silencio raro de las ciudades que parecen contener la respiración antes del año nuevo.
Él escribe por las noches, rodeado de tazas de café frío, jugando a ser grande en un mundo que lo ha olvidado ya, y se define en su cuaderno como “sueños de poeta olvidado”, como si la vida le hubiera pasado por encima antes de tiempo. A veces, ella se despierta a medianoche y lo mira escribir en silencio, pensando que no sabe si ama más lo que él es, o lo que intenta ser cuando junta palabras en esas hojas gastadas.
Durante años, los dos creyeron que estaban llamados a algo enorme, casi épico. Quizás por ese convencimiento, a veces, hablaban de cambios, de justicia, de romperlo todo para reconstruirlo mejor, como si aún fuera posible su soñada revolución. Pero el tiempo les fue limando las consignas y, aunque ya no exista la revolución que soñaron, siguieron agarrados el uno al otro como si ellos en su pequeño cuarto fueran la última trinchera posible.
Una noche de frio invierno, algo se quebró en la mirada de él cuando descubrió un mensaje en el móvil de ella, uno de esos mensajes que no dicen nada explícito y sin embargo lo dicen todo. Ella intenta explicarse, pero el sabor amargo de la traición deja en el aire una frase seca: no volvería a creerte ni por un millón de besos de esos que tú das, pronunciada con una calma cruel que ni siquiera él sabía que tenía.
Desde entonces cada gesto de ella olía a disculpa y cada silencio de él a reproche, hasta que una tarde los dos se quedan callados a la vez y comprenden que huele al final de esta historia de amor, como si alguien hubiera apagado la luz sin previo aviso. Ya no discuten, porque apenas se rozan, y la casa entera se ha convertido en un museo de objetos que ya no significan nada para ninguno de los dos.
El último día que se ven de verdad, él llegó al bar donde solían encontrarse, empujando la puerta con la extraña sensación de estar entrando en un recuerdo, no en un lugar. No recuerda si estaba aquí esperándote, piensa cuando mira la silla vacía frente a él, juega con el vaso de agua y siente que el tiempo se estira como un chicle, pegajoso y absurdo.
Ella llega tarde, desarmada, sin excusas preparadas, y se sienta sin besarlo, como si la distancia entre sus rostros fuera ancha cómo un océano. Hablan poco, casi con frases sueltas, como si estuvieran citando versiones gastadas de sí mismos, y en ese rato él entiende que quizá no se le ha roto el amor, sino el personaje que había construido para merecer ser amado.
Cuando ella se marcha, él se queda un rato más, solo, mirando la puerta que ya no se abrirá de nuevo para ella. Igual, en realidad, solo estaba solo, se dijo, mientras recogía junto con el abrigo, la bufanda que ella le regaló la primera Navidad que pasaron juntos, y piensa que quizá este sea el último invierno en que su nombre y el de ella aparezcan en la misma frase.
Luego salió a la calle helada, escuchaba a lo lejos a alguien ensayando las campanadas de fin de año en la televisión de la terraza de un bar. Y se prometió que el ya próximo enero lo encontraría sin esa mezcla de miedo y nostalgia pegada al pecho, como si este adiós en Navidad fuera también una forma de decirle hasta nunca, cómo la constancia de que el año nuevo empezará sin ellos.
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