miércoles, 31 de diciembre de 2025

El médico que no quería estudiar


Vivía en un pequeño pueblo rodeado de llanuras secas y cielos inmensos, aquel muchacho que siempre había detestado los libros. No porque no entendiera lo que decían sus páginas, sino porque los veía como trampas: objetos que prometían el mundo, pero lo encerraban entre sus márgenes.

Su padre, un viejo maestro jubilado, insistía cada mañana: “con el estudio se entiende la vida, hijo”. Pero el joven respondía siempre lo mismo: “yo quiero vivirla, no entenderla”. A él le gustaba trabajar la madera, cuidar las ovejas, perderse entre los caminos del pueblo. Pero el destino y la obstinación de sus padres lo condujo a la facultad de medicina.

Los primeros años fueron un suplicio, casi un castigo. Las clases de anatomía se le hacían interminables; las fórmulas de bioquímica, ilegibles; los exámenes, un auténtico muro contra el que chocaba una y otra vez. Fueron muchas las veces que estuvo a punto de abandonar. Pero un día sucedió, y en las prácticas del hospital, le tocó acompañar a un médico rural a una visita domiciliaria.

El paciente era un anciano muy deteriorado físicamente que apenas respiraba. El joven observó cómo aquel médico, sin apenas hablar, con sus manos lentas pero firmes, devolvía al hombre una cierta tranquilidad, casi la paz. No le curó la enfermedad incurable, pero le calmó el miedo, y en ese gesto el joven comprendió algo que ningún libro le había enseñado: la medicina no era solo una ciencia, también era un oficio que necesita de humanidad.

Desde aquel día comenzó a estudiar, no por obligación, sino para entender mejor ese arte de acompañar a quien necesita ser acompañado para no perderse en el sendero de la edad avanzada . Con el tiempo, se convirtió en médico de pueblo; el mismo que escuchaba sin mirar el reloj y que aún, muchos años después, confesaba a sus pacientes entre risas:  “Yo no quería estudiar… pero la vida me examinó”

Una mañana abrió la puerta de la consulta. Era invierno, y se encontró a la sala de espera más llena que nunca. No sabía si era por la epidemia de gripe, por el frío que calaba los huesos o porque, con los años, el pueblo había aprendido que aquel médico que no quería estudiar se quedaba un rato más, aunque ya hubiese terminado su jornada.

La primera fue la señora del pastor, una mujer que no venía tanto por la artrosis como por la soledad que la invadía, y él ya lo sabía. Mientras le tomaba la tensión, ella le habló de su marido, del campo abandonado y de un hijo que llamaba “cuando puede”, y el médico entendió que aquellas cifras elevadas en el tensiómetro pesaban menos que el nudo que ella notaba en la garganta. Al despedirse, en lugar de prescribirle otro analgésico, el médico le escribió en la receta: “Pasear cada tarde hasta la fuente y saludar a quien se cruce”, y ella se marchó de la consulta sonriendo, como si la tarea de su tratamiento esta vez sí estaba dispuesta a cumplirla.

Después entró un muchacho de primero de la ESO, con la mirada perdida en un futuro que no veía claro. “Mi padre quiere que estudie ingeniería, pero a mí no me gustan los números”, confesó, mientras manipulaba la cremallera de su sudadera. El médico, recordó sus propias resistencias y, casi sin darse cuenta, repitió las palabras que tantos años antes le había dicho su padre, pero al revés: “A veces, para vivir la vida hay que entender un poco de tus propios miedos”.

No le habló de notas, ni de carreras, ni de salidas laborales; le habló de caminos que uno empieza sin estar seguro, de giros inesperados en las prácticas de un hospital cualquiera, de ancianos que te enseñan más que un tratado de fisiología. El chico salió de la consulta sin una pastilla ni un parte de baja, pero con la certeza de que equivocarse también forma parte de aprender, igual que suspender un examen puede ser el primer síntoma de que has encontrado algo que sí te importa de verdad.

Aquella tarde, al cerrar la consulta, el médico se quedó revisando historias clínicas, pero en realidad estaba repasando la suya. Pensó que, quizá, lo que más le había enseñado la vida no era a diagnosticar bien, sino a no huir cuando alguien le ponía delante su fragilidad, como aquel anciano al que un día solo le ofrecieron tranquilidad en lugar de cura. Y, mientras recogía sus cosas, y apagaba la luz, murmuró para sí, casi corrigiendo su frase de siempre: “Yo no quería estudiar… pero la vida sigue examinándome cada día, y por ahora sigo aprobando por la mínima”.


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