lunes, 3 de noviembre de 2025

LA VELA


A la mujer nadie le había explicado nunca la importancia de guardar los mejores momentos, los olores, o las formas de las sombras de la chimenea sobre el techo. Tal vez por eso cuando abrió el cajón de la cocina, se dio cuenta de que había dedicado buena parte de su vida a guardar los tiques del supermercado, los recibos de la luz, manuales caducados de electrodomésticos, pilas gastadas y mondadientes. Siempre estuvo convencida de que la felicidad residía en el fondo de aquel cajón.
Sin embargo, una tarde de viernes cómo hoy, el viento se colaba por las rendijas de la ventana del salón de su vivienda. Se encontraba haciendo café con la misma destreza con la que sus antiguos hacían espuertas de esparto. Fue justo en ese instante, cuando la luz de la vela que había encendido para alumbrarse empezó a dar vaivenes por el viento, y sobre la pared amarillenta proyectaba sombras siniestras, espectrales, que estuvo a punto de llamar a Cuarto Milenio ante las extrañas figuras que vio.
Para asegurarse de que no estaba soñando, se fue a mirarse en el espejo del vestíbulo, ese que siempre le mostraba fiel sus cambiantes estados de ánimo, y que conocía sus miles de intentos fallidos esperando una respuesta a la pregunta de si el espejo conocía alguien más triste que ella. Ver su propia silueta le hizo gracia, y olvidó las sombras, y se conformó con repasar las arrugas en su cara y buscar el recuerdo de su rostro cuando las huellas de los años aún no habían llegado.
Se volvió a su mecedora e intentó recordar, a qué olía su infancia, cómo su perfume de chica joven, pero se lo impidió el olor del café humeante de la cafetera que empezaba a bullir en el fuego de butano de la cocina. Pero si recordó el timbre de voz de su madre, la respiración sorda de su padre en la siesta, y aquella luna que dibujó en una servilleta un día en que creyó estar enamorada del vecino que se había ido a vivir fuera y ese día regresó. Pero se enfadó al recordar aquel poema que le escribió, y que acabó en la lavadora en el bolsillo de sus vaqueros.
Pensó que mientras amara sería eterna, o al menos no moriría demasiado pronto, nunca antes de que su cuerpo caducara del todo. Pensó que igual por vivir sola, la vida le daría una prórroga, un tiempo extra como en los partidos de futbol. Pero la llama de la vela dio su último bandazo y luego se apagó. Ella cruzó los dedos, y pidió que la eternidad, durase un poco más, que no la apagase también el viento que se colaba en su salón.

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