Para diseñar una estrategia efectiva contra esa combinación multifactorial de la que se nutren derecha y ultraderecha, desde los progresistas es necesario también combinar políticas transformadoras con una narrativa que contrarreste ese discurso excluyente.
Los partidos progresistas deben abordar las causas estructurales del malestar social y ofrecer alternativas concretas, y así lo demuestran y evidencian algunas experiencias recientes en Europa y algunos análisis académicos de ese fenómeno.
Esa estrategia para contrarrestar debería tener cómo bases una serie de cuestiones que solo reseño sin profundizar.
Unas políticas económicas redistributivas y de justicia social, que solo son posibles si se plantean reformas fiscales progresivas que graven a las grandes fortunas y persigan la evasión fiscal, pero destinando todos esos recursos a servicios públicos universales (sanidad, educación, vivienda). Tampoco es posible sin que se promuevan empleos dignos con salarios acordes al costo de vida, combatiendo la precariedad laboral que alimenta el descontento. Y por último desarrollando programas de transición ecológica justa que vinculen sostenibilidad ambiental con creación de empleo industrial y rural.
Un segundo pilar debe ser la reconstrucción de un tejido social y comunitario que hoy se ha quedado en el olvido. Para ello se deben fortalecer redes de economía social (cooperativas, bancos de tiempo) cómo elementos de fomento de la solidaridad frente al individualismo actual. La crear centros y puesta en marcha de actividades culturales comunitarias que promuevan la diversidad como valor, para contrarrestar las narrativas excluyentes de ese discurso de la derecha, acompañarlas del impulso a programas de educación crítica. Si la desinformación y la polarización de la sociedad se nutre de los medios digitales, se deben utilizar esos mismos medios para combatirla desinformación y los algoritmos polarizadores.
La democracia por encima de las ideologías. Para ello no se pueden hacer concesiones ideológicas, sino establecer pactos antifascistas con fuerzas democráticas de centro y derecha moderada, manteniendo absoluta firmeza en los principios éticos: rechazar cualquier normalización de discursos xenófobos o negacionistas, incluso en negociaciones parlamentarias, y denunciando sistemáticamente los vínculos de la ultraderecha con grupos violentos y financiamientos opacos.
Necesitamos una narrativa emocional, pero con bases materiales, que permita combinar la defensa de derechos sociales (sanidad pública, pensiones) con una retórica que apele a la dignidad colectiva, no solo a los datos económicos. Debemos recuperar símbolos patrios desde una perspectiva inclusiva, destacando contribuciones migrantes a la construcción nacional, y haciendo visibles historias de cooperación interclasista e intercultural en barrios y centros de trabajo.
Y las instituciones deben también ser protagonistas de una estrategia institucional preventiva, que puede ir desde la creación de observatorios independientes que monitoricen discursos de odio y propongan medidas legales contra su normalización, pasando por reformar leyes electorales para limitar la financiación de los de partidos con vínculos antidemocráticos, y terminando por fortalecer los sistemas de protección a víctimas de todo tipo de violencia, pero también de la ultraderechista, sufrida especialmente en los colectivos más vulnerables.
Para que esta estrategia sea posible se requiere superar contradicciones históricas de la izquierda: combinar radicalidad programática con pragmatismo táctico, unir luchas identitarias con reivindicaciones de clase, y construir mayorías sociales sin diluir principios. Hace poco leía sobre el caso de Finlandia que nos muestra que es posible ganar terreno a la ultraderecha mediante políticas verdes redistributivas y una defensa intransigente de derechos humanos.
La clave es demostrar que la justicia social y la diversidad no son excluyentes, sino pilares de una verdadera democracia.
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