Ayer fue, sin duda, un día difícil para todas y todos. La revelación de un nuevo caso de corrupción en nuestro país ha desatado, como era de esperar, un torbellino de indignación. Sumar, por ejemplo, no tardó en compartir el "gran enfado e indignación" que sienten las personas progresistas, calificando la corrupción no como un mal menor, sino como una "traición a la ciudadanía". En consecuencia, exigieron la "dimisión inmediata de Santos Cerdán y mayor transparencia" a su socio de gobierno. Pero más allá de la legítima condena y el lamento generalizado, este episodio nos obliga a mirar con lupa las reacciones y, sobre todo, a reflexionar sobre la urgente necesidad de una verdadera regeneración democrática.
Es sorprendente, por no decir cínico, observar la facilidad con la que algunos, especialmente desde la derecha, se erigen en jueces implacables, dictando sentencia y condenando con una vehemencia que no les conocíamos. Resulta casi cómico ver al Partido Popular (PP) y a su líder, el señor Feijóo, atreverse a condenar la corrupción "teniendo sobre sus espaldas una interminable lista de casos y personas condenadas", muchas de las cuales ocuparon puestos de responsabilidad en sus propios gobiernos sin que se recuerde que fuesen cesados o dimitieran por voluntad propia, sino siempre "por imperativo legal".
Parece que su labor no es hacer oposición constructiva, presentando alternativas que mejoren la vida de los ciudadanos, sino "revolver en el lodo buscando argumentos" para usurpar el puesto del contrario, incluso si son "nimios" y pueden ser "amplificados por los poderosos medios afines". La actitud del señor Feijóo, dispuesto a "utilizar cuantas armas sean precisas para derrocar al presidente del gobierno" sin pensar en el país, sino solo en su propia ambición, es despreciable. Y lo más irónico es que esto sucede mientras, el PP mantiene en su puesto y brinda su apoyo incondicional a quienes son presuntos responsables de delitos de una inmensa gravedad que incluso llegaron a costar la vida a numerosos ciudadanos de nuestro país. En definitiva, parece que hay quien suspira por la infracción ajena, esperando que cuanto peor, mejor, siempre y cuando beneficie su ascenso al poder.
Sin embargo, el problema de la corrupción trasciende las batallas partidistas y las hipocresías coyunturales. Como bien señala Javier de Lucas, catedrático de Filosofía del Derecho, la indignación y el desencanto son palpables, especialmente cuando el caso afecta a figuras con un indiscutible protagonismo político como Ábalos, Koldo García y Santos Cerdán. La respuesta oficial del partido se ha limitado a peticiones de perdón, promesas de auditoría y reajuste de cargos, pero eso solo puede llevar a ha sido cerrar en falso una grave herida. Está en juego es la credibilidad del partido, del gobierno y, lo que es aún más grave, de la propia ciudadanía, porque hay un descrédito para la democracia, que transmite la idea de que "todos los políticos son corruptos", lo que representa el caldo de cultivo ideal para que prospere "la extrema derecha".
Lo verdaderamente inquietante, más allá de la existencia de políticos corruptos (que siempre los ha habido y siempre habrá quien traicione lo público, es que la sociedad en su conjunto ni exija, ni se indigne, ni distinga entre unos y otros, y con ello su voto se convierta en escudo protector, no en instrumento de mejora de la calidad de vida. España arrastra décadas de escándalos que han salpicado a todos los grandes partidos, pero la respuesta ciudadana ha sido a menudo justificar según le convenga. Es el viejo y nocivo "y tú más", que no soluciona nada y lo pudre todo. La regeneración democrática no es una tarea que deban realizar los de arriba, sino que solo será posible cuando un votante, sea de derechas o de izquierdas, denuncie con la misma vehemencia a un corrupto de su partido. La democracia solo funciona cuando los ciudadanos anteponen al fanatismo la verdad y el interés general. Si seguimos defendiendo a los nuestros por el mero hecho de ser "nuestros", la corrupción dejará de ser un problema del gobierno para convertirse en un gran fracaso colectivo de nuestra democracia.
Ante esta ruptura de confianza, la solución no es entregar el gobierno al partido de la Gürtel y a la extrema derecha, sino acometer una auténtica democratización del Estado. No es suficiente con pedir perdón, necesitamos hechos, medidas concretas, entre otras la revisión de la Ley de contratos del sector público, o la prohibición de la participación en la oferta pública a los corruptores, o el cambio de los sistemas de control y o que de una vez dejemos las papeletas de un partido y vayamos a listas abiertas. Necesitamos una barrera contra toda la corrupción y cualquier aportación que la haga eficaz debería ser bienvenida.
Es hora de que la ciudadanía de nuestro país exija mucho más que palabras. La corrupción es una herida abierta en el corazón de nuestra democracia que exige una respuesta inquebrantable. Ya no es suficiente la indignación ni el perdón; se impone una regeneración profunda y transversal, liderada por una ciudadanía vigilante y sin sectarismos, que anteponga la ética a la ideología. Es el momento de transformar las palabras en hechos, las promesas en reformas estructurales, y la indignación en un impulso colectivo para blindar nuestras instituciones y asegurar que la política sirva, sin excepciones, al bienestar de todos. Solo así se construirá un muro infranqueable contra la corrupción y se devolverá la credibilidad a un sistema que la sociedad clama por recuperar. Merecemos que el gobierno adopte políticas urgentes que garanticen lo público, empezando por el mayor problema hoy, la vivienda.
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