sábado, 2 de agosto de 2025

La memoria puede molestar, pero la verdad no tiene remedio

Hoy he estado escuchando en las redes a gente joven que niega que el franquismo llegó por un golpe de estado, que no fue una dictadura y que no mataron a muchos inocentes. Me ha molestado escucharles, pero no pueden reescribir la historia por mucho que repitan  lo que no es verdad. La ley de memoria histórica, algo que cren innecesario, nos recuerda como la represión con unos, era su manera de imponerse a través del miedo en los demás. A todos esos negacionistas les dedico este relato que tuvo unos protagonistas y un lugar que no nombro para no herir a nadie.

La memoria puede molestar, pero la verdad no tiene remedio

Corría julio de 1936. El aire de aquella mañana ya no era aire: era presentimiento. Todo olía a pólvora, a rabia cocinada a fuego lento, a hueso quebrado antes de oír el disparo, pero nadie huía. Porque hay momentos en que el miedo no empuja a correr, sino que paraliza. Como la mirada del condenado, como la calma enferma de una ciudad que intuye su final y se deja caer.

El comandante entró como entran en un templo sus profanadores. Con la arrogancia blindada de quien ya ha desollado pueblos antes y sale ileso del horror. No hablaba, dictaba. No caminaba, ocupaba el espacio. No llegaba, aplastaba. Era el amo de la muerte, a él nunca le temblaba la mano. La ciudad se rindió antes de resistirse a nada. Ninguna barricada que asaltar. Ninguna bandera alzada que quemar. Solo una llamarada negra al sur, una mordida de humo donde solía haber casas, risas, ventanas. 

Uno a uno, los pueblos caían como fichas cansadas de un domino macabro. Uno de ellos, apenas un punto en el mapa sirvió cómo ensayo de la siguiente  matanza. Una demografía que quedó reducida a un listado de cadáveres con nombre, y de ataúdes sin dueño. Allí quedaron los cuerpos, tendidos como animales, secándose sobre las piedras calientes, mientras el sol los despedía sin que pudieran despedirse.

Pero el verdadero destino del viaje no era ese. El verdadero objetivo era servir para dar ejemplo. Gritar bien alto para hacerse escuchar en el idioma universal del miedo. La caída tenía que retumbar, ser una advertencia de que aquí también puede ocurrir. La tarde del 26 de julio, la plaza ya no era plaza. La habían convertido en una caja de ecos y humo, en un horno de gritos. Juan, el guardia de asalto, cruzaba el empedrado con los pasos de un náufrago, entre dos hileras de cuerpos a las puertas de dejar de ser nombres. Un teniente con la muerte en forma de voz leía en voz alta su inventario trágico: “Éste sí. Aquél también. Ése no verá amanecer”. Todo el calor se reunía en los cañones de los fusiles. Cada balazo era el punto final un escrito hecho sobre carne viva.

Juan no era un héroe, sólo un hombre, lo que, en esos días, ya era casi un milagro. Escondido bajo su uniforme y helado por su miedo, todavía era capaz de reconocer el temblor que causa una mínima esperanza en los ojos de un prisionero. Se acercó con furtiva ternura, la ternura convertida en un acto de resistencia, le lanzó un pañuelo blanco, único pasaporte hacia la vida. “Átalo al brazo izquierdo y sígueme. No corras ni mires atrás.” Salvar a uno, aunque sea apenas uno, contra el río de sangre de la plaza. Contra el estruendo de los brindis en el bar vecino, entre soldados borrachos de victoria, de vino barato y de su impunidad recién estrenada. 

El agua de los lavaderos de la plaza bajaba roja, arrastrando fragmentos de humanidad que ya nadie se atrevería a reclamar. El comandante, ajeno a la contradicción vivida por Juan, se acariciaba la hombrera pulida de su uniforme. No le brillaban los ojos, solo le brillaban las medallas. No era un guerrero, era un contador de cuerpos, un contador de muertes, un clasificador de víctimas. A su alrededor, legionarios y mercenarios curtidos en otras matanzas, muchos de ellos con rostros sin alma, llegados desde otro lugar para enseñar cómo se mata de forma metódica. Ni los falangistas locales podían seguir su compás de crueldad.

La mañana siguiente trajo más de lo mismo. El infierno había decidido quedarse en la plaza del pueblo. Los nuevos detenidos llegaban, aún aturdidos, preguntándose si era cierto lo que sus ojos veían. Los tendían boca abajo, sobre charcos de sangre aún tibios, y los alineaban como se alinea a animales o ganado para sacrificar. Veinte centímetros entre cuerpo y cuerpo, medidos por la regla de la muerte. Y disparaban a uno tras otro, no por odio, no por rabia. Por obediencia, por orden, por rutina. Los cuerpos ya no eran cuerpos sino montones. Apilados como sacos, como las cifras gruesas de un parte de guerra.

Juan volvía a caminar entre ellos, y aún no lloraba, aún no hablaba. Se preguntaba si se puede vivir después de eso, si su vida puede tener un después. Mientras en el bar, sus compañeros reían, él dejaba intacto el vaso de vino. No quería brindis, ni  quería olvido. Al salir, la sangre se mezclaba con el polvo dorado de la tarde. Una despedida sin palabras. No era una pesadilla, era la historia, y apenas acababa de  comenzar.

Los cronistas lo contaron después, pero a medias, con letra temblorosa, como quien escribe y borra a la vez. A la ciudad la quisieron silenciar, pintarla de olvido y limpiar con homenajes el uniforme del asesino. Le dieron calles, escudos, medallas, aplausos y ascensos. Pero el olvido no llega porque la memoria no se rinde tan fácil. Los que vieron, los que vivieron, los que enterraron a sus hermanos y no murieron en el intento, guardaron el fuego bajo la piel. Un fuego lento, que no hace ruido, pero nunca se apaga.

Tuvieron que transcurrir décadas, para que después, en aulas universitarias, en reuniones distraídas, en asambleas medio marchitas, alguien nos decía, en voz baja: “Eso fue lo que pasó en un pueblo, no muy lejos, un 26 de julio, en una plaza.” Y todos se callaban, no por desconocimiento, sino por respeto. Porque nadie recuerda una canción para ese recuerdo. Nadie hizo una marcha solemne ni levantó una bandera. Sólo quieren que quede un silencio. Pero un viento frío recorrió los pasillos de muchas facultades, pero muchos, muchos años después de que callaran los cañones.

Porque la historia de verdad no la escriben los vencedores. La graban los sobrevivientes con la tinta negra del horror, en el corazón abierto de los que aún miran atrás en la historia. Porque no era una pesadilla, era la historia. Aunque pretenden que pienses que nunca ocurrió


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