La democracia, ese sistema imperfecto pero imprescindible, atraviesa hoy una de sus pruebas más difíciles en España. Las recientes revelaciones sobre corrupción han sacudido los cimientos de la confianza ciudadana y han puesto al descubierto una crisis profunda que ningún demócrata puede ignorar. La indignación es legítima y necesaria: la corrupción no es un mal menor, sino una traición directa a la ciudadanía y a los principios que sostienen nuestras instituciones.
Las instituciones democráticas existen para mejorar la vida de la gente, no para servir de trampolín al enriquecimiento personal ni al disfrute de privilegios por parte de unos pocos. Cuando la corrupción se instala en el corazón del sistema, lo pervierte y lo debilita, alejando a la sociedad de la justicia y el bien común. La dimisión inmediata de responsables implicados, como Santos Cerdán, es solo un primer paso. Hace falta mucho más: transparencia total, contundencia ante cualquier señal de corrupción y un compromiso inquebrantable con el servicio público.
No podemos permitir que el frenesí mediático y la polarización en redes sociales dicten sentencias sin ecuanimidad ni respeto por la presunción de inocencia. La condena a la corrupción debe ser firme, pero también justa y reflexiva, escuchando las explicaciones legítimas de los responsables y las decisiones de la justicia. El populismo del “cuanto peor, mejor” solo alimenta la desconfianza y la crispación, sin aportar soluciones reales para fortalecer la democracia.
Resulta especialmente grave que quienes han protagonizado numerosos escándalos de corrupción pretendan ahora erigirse en jueces de la ética pública. La oposición tiene la obligación de ejercer una crítica constructiva y pensar en el bien del país, no limitarse a explotar políticamente cada caso para alcanzar el poder a cualquier precio.
La regeneración democrática no es una opción, es una urgencia. La respuesta de los líderes debe estar a la altura de la indignación ciudadana y del daño causado. Solo así podremos restaurar la confianza y demostrar que la democracia es capaz de corregirse, depurarse y salir fortalecida de sus crisis. Porque, frente a la corrupción, la mejor defensa de la democracia es más democracia: más transparencia, más justicia y más compromiso con el bien común.
La corrupción es una herida abierta en el corazón de nuestra democracia que exige una respuesta inquebrantable. Ya no es suficiente la indignación ni el perdón; se impone una regeneración profunda y transversal, liderada por una ciudadanía vigilante y sin sectarismos, que anteponga la ética a la ideología. Es el momento de transformar las palabras en hechos, las promesas en reformas estructurales, y la indignación en un impulso colectivo para blindar nuestras instituciones y asegurar que la política sirva, sin excepciones, al bienestar de todos. Solo así se construirá un muro infranqueable contra la corrupción y se devolverá la credibilidad a un sistema que la sociedad clama por recuperar.
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