Hace años que los abuelos se fueron,
huyendo del pan duro, del hambre,
de la voz del amo que mandaba,
de la vida encogida entre murmullos de un pueblo pobre.
La ciudad fue promesa, fiebre de luces,
se quedaron atrás los surcos de la memoria
en el campo, vacío, que no vaciado,
sin cuerpos que aviven ni vacas, ni niños,
ni el fuego de la vieja casa.
El pasto perdió quien lo segara,
los rebaños duermen enjaulados por el lucro,
el monte se puebla de olvido, no porque
manos ecológicas nieguen leña,
es que ya nadie la busca,
porque ya nadie vive en el pueblo,
nadie deja ya su sombra en la cuneta.
No hay ley que prohíba el ramalazo en la maleza,
ni gesto que impida el corte de la broza seca:
sólo la ausencia, la renuncia,
el dinero que nunca llega desde la ciudad,
la montaña devorada por sí misma.
No hay gente, no hay pastor,
a nadie le renta el surco para la patata.
La tierra heredada, subarrendada a monstruos
que la tragarán con agua y con trigo,
y que, satisfechos, luego se marcharán
igual que vinieron.
Pero tú, que sólo vuelves una vez al año,
embriagado de ruido, del brillo del coche reciente,
quieres regresar a un tiempo bordado
en la mentira, sin dar el paso,
sin mancharte de estiércol el zapato.
Si amas el pueblo, cuídalo, y si no lo haces,
al menos, piensa: a quién entregas tu voto.
Los fuegos pequeños arden con palabras verdaderas.
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