miércoles, 22 de octubre de 2025

Castilla-La Mancha, entre las estadísticas y la retórica



El relato oficial siempre suele empezar de manera parecida, con un aire de solemnidad y promesa de tiempos mejores. Un consejero sonriente, un PowerPoint con gráficos ascendentes y una retahíla de adjetivos tan vigorosos como vacíos: “recuperación”, “fortaleza”, “compromiso”. Pero llega el informe AROPE 2025 y la realidad, sin manera de esconderla, le desbarata el decorado. 

Resulta que el 34,2 % de los castellanomanchegos vive en riesgo de pobreza o exclusión social, algo así como unos 719 000 individuos, para que la cifra no se pierda entre las buenas intenciones, lo cual no son precisamente cuatro gatos ni una minucia estadística. La región, tan dada a compararse con la media nacional, solo logra superar a Andalucía, y no precisamente en desarrollo.

La fotografía que ofrece el estudio no necesita que uno sea estadístico para entenderla: la pobreza relativa sube, la escasez de empleo se acentúa y la carencia material sigue igual de firme que las ruinas de uno de esos castillos calatravos de nuestra geografía. Entre los menores de edad, el 41 % está en riesgo de pobreza, y en el medio rural, donde aún se confía en que la siembra o la política algún día den fruto, el 36 % de las personas vive al borde de ella. Las mujeres para variar, por supuesto, salen peor paradas: 2,1 puntos más de vulnerabilidad, porque el progreso, cuando llega, suele venir siempre con un reparto desigual.

Todo esto sucede mientras la renta media, 12 357 €, nos mantiene a Castilla-La Mancha entre las últimas comunidades del país. El índice de Gini, ese termómetro de desigualdades del que nadie se acuerda en los mítines, revela que el 20 % más rico gana casi cinco veces más que el 20 % más pobre. Trabajar no garantiza nada, salvo llegar a casa cansado, y tener hijos o vivir en el medio rural sigue siendo, al menos estadísticamente, una mala idea si uno pretende llegar a fin de mes con dignidad. Y si eso aún es poco, el asunto de la vivienda añade una dosis de ironía más al mostrar como el 7,2 % de los hogares dedica más del 40 % de su renta a pagarla, y el 19,5 % ni siquiera puede calentarla en invierno. Nadie duda de la buena voluntad de las instituciones, pero la calefacción necesita combustible.

Y luego está ese salvavidas que representa el Estado con sus transferencias públicas (pensiones, subsidios, ayudas y ese Ingreso Mínimo Vital que suena a milagro social), que logran reducir la pobreza del 50,3 % al 27,4 %. Sin ellas, más de la mitad de la región viviría bajo el umbral de la pobreza. Y aun así, solo un 5,4 % percibe ayudas de garantía de renta, y un 4,5 %, prestaciones familiares. Lo que deja a Castilla-La Mancha en la parte baja del ranking nacional, segunda tras Andalucía, justo en ese punto donde coinciden, solidaridad con límites presupuestarios y paciencia ciudadana.

El gasto público social asciende al 60,9 % del presupuesto regional: un esfuerzo encomiable, digno de titular. Pero los resultados, son obstinados, empeñados en demostrar que algo falla entre el dinero que sale de las arcas y la mejora que debería llegar a los hogares. Tal vez porque los mecanismos redistributivos son como las carreteras secundarias de Albacete: largos, con baches y de dudosa eficacia.
Al final, el informe deja un mensaje que ni la Junta ni los titulares querrán subrayar: una cosa es el optimismo político y otra, la realidad social. En los despachos se habla de “los presupuestos más sociales de la historia”, pero en las casas sin calefacción, los discursos suenan igual que los radiadores fríos, que suelen estar llenos de aire.

Y aquí es donde la retórica se desarma sola. Resulta inevitable preguntarse cómo encaja esta radiografía con un gobierno que se define de izquierda, que se proclama progresista, comprometido, al menos en teoría, con la justicia social y la redistribución, y que, sin embargo, permite que el ascensor social siga averiado, corriendo el riesgo de parecer más un contable de las carencias que un arquitecto de las soluciones. Porque tal vez lo más duro no sea la desigualdad, sino la resignación institucional con que se la observa, entre memorias de gestión y ruedas de prensa.

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