La noticia sobre la mejora en el tratamiento del cáncer de vejiga mediante una biopsia líquida es una de esas señales alentadoras que, como médico de familia, invitan a reflexionar sobre lo mucho que está cambiando el modo en que entendemos y abordamos la enfermedad oncológica. Durante décadas, la práctica médica se ha sostenido en un equilibrio difícil entre la prudencia y la agresividad terapéutica. Tratar para no dejar escapar el cáncer, pero sin someter al paciente a tratamientos innecesarios o devastadores. Pero este avance me sugiere una reflexión.
Un estudio presentado en Berlín y publicado en The New England Journal of Medicine da un paso crucial en esa dirección: la prueba de ADN tumoral circulante permite identificar, tras una cirugía de cáncer de vejiga, a los pacientes que aún conservan la enfermedad residual ,aunque las pruebas radiológicas no lo muestren. En otras palabras, la ciencia comienza a oír lo que antes no podíamos ni ver.
Para los que trabajamos en atención primaria, esta línea de investigación tiene una repercusión ético indiscutible. Cada día acompañamos a pacientes que temen una recaída, que se enfrentan a tratamientos duros de llevar y que, al mismo tiempo, necesitan saber qué resultado esperan de su cuerpo y de la medicina. Una prueba como esta ofrece la posibilidad de evitar tratamientos innecesarios a quienes no los necesitan y de intensificarlos allí donde el riesgo es real. Esto permite dar a cada persona el tratamiento que necesita, ni más ni menos.
Puede parecer que tales avances pertenecen a un mundo lejano y distante, a grandes congresos y revistas científicas que poco implican al médico rural que atendemos a un paciente con hematuria o a un anciano al que se le han realizado unos estudios de control. Pero no es así. Cada vez que una investigación como esta logra individualizar el tratamiento, cambia también nuestra manera de acompañamiento a estos pacientes. Porque personalizar el tratamiento no solo es una cuestión que afecté solo al laboratorio, sino también a la planificación del seguimiento, en la esperanza que puede ofrecerse al paciente con un dato sólido en la mano.
Siempre nos surgen las mismas dudas. ¿Cuánto tardarán estas pruebas en estar disponibles en la sanidad pública? ¿Se aplicarán en centros pequeños o quedarán restringidos a los grandes hospitales oncológicos? Como médico de familia, me preocupa que la velocidad de la innovación no vaya acompañada de una distribución equitativa. La medicina de precisión, si no se cuida, corre el riesgo de convertirse en una medicina de privilegiados. Y la justicia sanitaria exige que estos avances, como la biopsia líquida, acaben llegando con la misma naturalidad con que pedimos hoy una analítica rutinaria.
Este ensayo sobre el uso de atezolizumab guiado por ADN tumoral me recuerda que la medicina avanza cuando la biología molecular, la tecnología y la clínica se entienden entre ellas. Pero también cuando esos avances se traducen en una mayor confianza para el paciente. Si logramos incorporar estas herramientas sin perder la dimensión humana de la medicina de familia, entonces sí que la medicina del futuro será verdaderamente personalizada, no solo por sus algoritmos sino por su utilización en todos los niveles.
Desde una consulta de medicina rural, donde la ciencia llega a veces más despacio pero siempre es bienvenida, esta noticia no solo nos habla de un tumor de vejiga, también de un nuevo modo de entender lo que significa curar, que no es otra cosa que entender mejor la vida de un paciente que intenta seguir adelante.
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