El caso de José María Ángel se produce en un contexto donde somos muchos los que denunciamos la instrumentalización de procedimientos judiciales como arma política. Esto eleva la tensión institucional y retroalimenta la polarización: cada nuevo caso es percibido por una parte de la sociedad como ejemplo de persecución y por otra como justicia ante privilegios. La gravedad del hecho subraya que los responsables públicos, en ambientes de acoso, exposición y ostracismo, pueden sufrir consecuencias psicológicas devastadoras, lo que abre un debate sobre los límites éticos, la violencia verbal y la necesidad de protección institucional y mediática frente a la estigmatización.
En sociedades polarizadas, los casos de supuesta corrupción o irregularidad, especialmente en figuras pública, se magnifican hasta el extremo, de alimentar narrativas de que cualquier miembro del otro bando es un enemigo moral. Esto genera una presión desmedida, mediática y social, sobre los acusados, a menudo (por no decir siempre) antes de que haya resoluciones judiciales firmes. La presión pública y mediática, sumada a la dinámica anti política y la crisis de confianza en las instituciones, tiende a despojar a los investigados de su derecho a la presunción de inocencia. Esto puede llevar a reacciones individuales extremas, especialmente cuando el señalamiento se acompaña de campañas en redes sociales y medios.
Este caso representa una llamada de alerta no solo para el sistema político, sino también para la sociedad y los medios de comunicación sobre los riesgos de la deshumanización y la violencia discursiva en el espacio público.
No hay comentarios:
Publicar un comentario