El episodio ocurrido en la playa de Castell de Ferro, donde varios bañistas persiguieron, cazan y retienen a migrantes que acababan de llegar tras jugarse la vida en una patera, marca un punto de inflexión gravísimo en la convivencia española y merece una reflexión muy crítica sobre la deriva social y política que lo ha hecho posible. Este suceso no es aislado: representa el síntoma visible de un deterioro profundo del clima social, agravado por la polarización y la normalización del discurso xenófobo a todos los niveles.
Históricamente, España ha sido un país caracterizado por la solidaridad y la capacidad de acogida. Tras décadas siendo país emisor de emigrantes, ganó una sensibilidad social especial hacia quien busca una vida mejor. La llegada masiva de migrantes en las últimas décadas fue acompañada de gestos de acogida social, políticas públicas inclusivas y, sobre todo, un relato dominante de empatía y humanidad. Hoy esa narrativa está asediada.
En los últimos meses y años, la proliferación de contenidos racistas y xenófobos en redes sociales se ha disparado. Solo en junio de 2025, el Observatorio Español del Racismo y la Xenofobia detectó más de 54.000 mensajes de odio en redes, con un preocupante aumento de un 12% dirigido hacia personas del norte de África. El discurso de deshumanización se expande en internet, pero también en medios y debates públicos, facilitando que actitudes de rechazo o incluso agresión física se conviertan en algo normalizado entre parte de la población.
Este endurecimiento de la opinión pública no puede entenderse sin analizar la responsabilidad política de la ultraderecha y el efecto contagio en el resto de las formaciones de la derecha, especialmente el PP. Vox, con su insistente campaña de demonización del migrante, llegando a emplear términos como remigración o pidiendo deportaciones y referéndums de expulsión, ha hecho del rechazo al extranjero una de sus banderas electorales. Pero el problema se agrava cuando esas ideas salen del margen radical y son asumidas, de manera directa o indirecta, por un partido como el PP que ha integrado decenas de propuestas y mensajes de Vox en sus pactos autonómicos y discursos nacionales, a cambio de apoyos políticos.
Las medidas como restringir las ayudas y derechos de los migrantes, exigir residencia legal para acceder a servicios públicos o eliminar subvenciones a organizaciones de apoyo a migrantes, ya forman parte de acuerdos institucionales en numerosas comunidades autónomas. Estos pactos no solo legitiman el discurso de confrontación, sino que amplifican la idea de que el migrante es una amenaza, fomentando un “o ellos o nosotros” que erosiona el tejido social y la convivencia. Al ocuparse más de combatir el efecto llamada que de proteger la dignidad y los derechos humanos, los partidos que antes abanderaban la integración pasan a disputar el terreno moral de la ultraderecha.
Así, la reacción violenta de algunos bañistas en Castell de Ferro, donde, a diferencia de años atrás, en vez de socorrer a los recién llegados se opta por retenerlos con violencia, tiene una raíz política y mediática clara. Como denuncian colectivos sociales, se delega en la ciudadanía blanca el control social, animada y legitimada por un discurso que criminaliza al migrante.
Las consecuencias de este giro son devastadoras, no solo para las personas directamente afectadas, sino para el conjunto de la sociedad española. La polarización, el miedo, la estigmatización y la judicialización de la convivencia facilitan un entorno donde la xenofobia deja de ser marginal y se convierte en bandera política. El propio Observatorio Español del Racismo y del Gobierno ha alertado del coste económico y social de este fenómeno, cifrado en hasta 17.000 millones de euros al año por discriminación en el mercado laboral y educativo.
Por último, resulta profundamente hipócrita que muchos de los que protagonizan o justifican estos actos de rechazo y violencia hacia personas migrantes se autoproclamen católicos o defensores de los valores cristianos. No puede tener esos valores quienes niegan la compasión, la hospitalidad y la ayuda al prójimo que la religión que dicen profesar exige sin matices. Debe ser que su dios distinguía entre nacionalidades y pedía papeles al marginado, al extranjero, al necesitado. Hablar de profesar cualquier religión como estandarte identitario mientras se actúa desde el desprecio, el miedo y la exclusión no solo es una contradicción sino más bien una perversión. Bajo un falso velo de respetabilidad cultural, en realidad traiciona los fundamentos más elementales la dignidad humana.
Definitivamente la actual ola de racismo y xenofobia en España no es un accidente ni una anomalía momentánea. Es fruto de la irresponsabilidad de quienes, por rédito político o electoral, han sembrado odio y polarización. Es inadmisible y profundamente peligroso que, a cambio de apoyos parlamentarios, se legitime un discurso basado en la exclusión y el miedo al diferente. Urge una autocrítica severa y una reacción institucional y ciudadana que devuelva a España su tradición de acogida, justicia y solidaridad ante la tragedia de quienes se juegan la vida buscando la dignidad que aquí algunos, de manera irresponsable, están devaluando. Esta no es la España por la que muchos peleamos contra la dictadura.
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