Durante décadas, la educación ha sido considerada una palanca fundamental de justicia social, motor de desarrollo y herramienta de emancipación. En ella florecía el pensamiento crítico, se formaban ciudadanos, no solo trabajadores, y se cultivaban los valores democráticos y la capacidad de cuestionarnos el mundo. Pero en la actualidad, esa función transformadora se encuentra en peligro. Lo que debería ser un espacio de libertad se ha convertido en un campo de batalla ideológico y político.
Durante los últimos años se ha intensificado un proceso de cada vez más tecnocracia en el sistema educativo, donde la lógica de que el objetivo de la formación solo es empleabilidad ha reemplazado a la de una formar para facilitar el pensamiento crítico. En vez de fomentar habilidades de análisis, de argumentación e interpretación, se priorizan las competencias productivas al estilo empresarial. Disciplinas como la filosofía, la historia del arte y la literatura han visto reducido su espacio curricular, debilitando los cimientos del razonamiento autónomo. Como advirtió la filósofa estadounidense Martha Nussbaum, “una democracia necesita ciudadanos que piensen por sí mismos en lugar de repetir consignas”.
Pero la transformación de los individuos no se da sólo dentro del aula. Los ataques políticos a docentes, sindicatos del sector y figuras intelectuales se han multiplicado, especialmente en contextos de creciente polarización. Se acusa a los profesores de “adoctrinar” o de “politizar” la enseñanza, cuando simplemente ejercen su facultad crítica. Esta criminalización del pensamiento no es casual: cuanto más desconectada esté la educación de la realidad social, más fácil será manipular esa sociedad desde otros frentes discursivos.
Así es como, en paralelo, se construye desde medios de comunicación y redes sociales una narrativa simplista y divisiva, que se alimenta de falsos enemigos: el inmigrante que nos “roba el empleo”, el “vago” que vive de las ayudas sociales, o el “progre” que impone su moralina. Esta fragmentación no es casual, sino estratégica, y busca desarticular la solidaridad histórica entre clases medias y clases populares. Y la verdad es que lo logra, provocando miedo, resentimiento y un repliegue hacia el individualismo.
Mientras tanto, los avances sociales reales se tiene gran interés en que sean invisibilizados o banalizados. Resulta significativo que, en una década marcada por la crisis y el reajuste económico, el Salario Mínimo Interprofesional en España haya pasado de 655€ en 2016 a 1.134€ mensuales en 2025, lo que representa un aumento de más de un 70%, pero sin embargo eso no ha generado ningún gran titular. Lo mismo ocurre con el desempleo, en nuestro país que ha descendido del 20.8% en 2015 al 10.4% en julio de 2025, una mejora que no encuentra eco en los discursos dominantes. Estos números no son promesas incumplidas, sino indicadores concretos de que algo se ha movido en favor de las mayorías sociales.
Sin embargo, a la derecha no le preocupan los datos, sino que quiere acceder con el relato, cómo los datos son buenos, no lo disputan en base a los datos. Como explicó el filósofo, historiador, sociólogo y psicólogo francés Michel Foucault, quien controla el discurso controla lo que se puede pensar y decir. Hoy, cómo ocurrió durante la dictadura franquista, ese relato está siendo moldeado por quienes temen una ciudadanía informada y libre. Por eso la erosión de la educación crítica es fundamental para un modelo de poder que prefiere súbditos obedientes a ciudadanos activos.
En este contexto, defender la educación como bien público ha dejado de ser una tarea técnica, para convertirse en un acto político. Y urge que eso cambie, porque sin pensamiento crítico no hay democracia real, y sin democracia, solo nos quedará el relato impuesto por quienes ya han conseguido tener primero el control económico, luego el mediático, y ahora también el cultural. Están convirtiendo la sociedad en su cortijo privado, cómo hacen cuando llegan a las instituciones.
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