España ante un espejo roto, entre la rabia y la esperanza.
España despierta cada mañana bajo el peso de una crispación que no cesa, como si la herida de sus disputas internas nunca terminara de cicatrizar. Vivimos un tiempo de rabia, de malos sueños que vemos proyectados sobre las pantallas de nuestros móviles y televisores. Nuestra sociedad se ha convertido en una escena tensa donde el enemigo*ya no es un adversario ideológico, sino la encarnación del mal mismo.
Cada día, desde los micrófonos encendidos de los platós hasta los tuits bien calibrados por gabinetes de estrategia política, asistimos a una guerra por el relato. Un relato que ya no busca entendimiento, sino victoria. Es el reinado de la difamación, donde la verdad es secundaria frente al impacto comunicativo. En este circo de sombras, la judicialización de la política se ha convertido en herramienta de desgaste más que en instrumento de justicia, con un uso selectivo que apunta casi siempre en la misma dirección. Hay incluso una connivencia implícita entre ciertos sectores judiciales y poderes invisibles, donde los banquillos se convierten en platós y las imputaciones, en arma política.
Los partidos, atrapados en una espiral creciente de lo que es la antipolítica, han abandonado el diálogo. Su estrategia se reduce a la polarización y la judicialización, aunque muchas veces sin base penal sólida. No se trata ya de gobernar juntos o incluso de competir limpiamente. Se trata de destruir al otro. Convirtieron al adversario en amenaza, en una amenaza sin matices.
En esta España de hoy, se falsifica la política mientras se multiplica su espectáculo. Las palabras "libertad" e "igualdad" son lanzadas al aire por unos y otros, usadas como proyectiles. Pero ¿en manos de quién están cayendo estos conceptos?, ¿cómo pueden utilizarse para hacer justo lo contrario de lo que representan? ¿Cómo es posible que en nombre de la igualdad se niegue la pluralidad, y en nombre de la libertad se desmonte lo público? La educación parece el único antídoto, y sin embargo es lo primero que se degrada.
Bajo la superficie, en esta dictadura de los ricos disfrazada de democracia representativa, el mercado avanza allí donde el Estado se retira. Vivimos en un proyecto de desmantelamiento sistemático de lo público. Es la lenta liquidación del Estados, sustituido por una pieza más de un puzle que llamamos mundo globalizado, que tristemente está regido por intereses que no votamos y que no rinden cuentas a nadie. Nuestros barrios ven cómo los servicios se evaporan y cómo se vende por unas monedas el despojo de lo que ya está muerto. Como en una escena de película, estamos asistiendo al amanecer de los muertos vivientes, de una política que camina sin alma entre nosotros, solo para aparentar que todo sigue igual mientras nada permanece.
El racismo vuelve a mostrarse sin pudor, sin vergüenza, sin cortinas. La migración africana, uno de los grandes retos del siglo XXI, no se aborda desde la humanidad ni el derecho, sino desde la criminalización y el miedo. No se explican las causas, no se promueve la integración: se agitan los datos, se encienden las cámaras ante la llegada de pateras, se señalan sus rostros, se generaliza la sospecha.
Mientras tanto en paralelo, el feminismo, una lucha histórica por dignidad y reconocimiento, es manipulado y distorsionado. Hay quienes lo utilizan como coartada para políticas excluyentes, y quienes lo desacreditan como si fuera un lastre social. En los extremos, se quiere desgastar una causa colectiva que debería ser patrimonio de todos.
La corrupción política nunca se ha ido del todo, era mayor en el franquismo paro la tan halagada transición no la borró de nuestro día a día; hoy la corrupción ha aprendido a ir más rápido que los titulares. Se camufla entre fundaciones, contratos opacos y discursos incendiarios. Y, como si no fuese suficiente, los discursos de odio crecen al abrigo de una comunicación digital que ha roto cualquier filtro que signifique responsabilidad.
En este contexto de país, la comunicación humana ya es inseparable de sus vinculaciones con las informaciones tecnológicas. Vivimos dentro de algoritmos ajenos que nos dicen lo que debemos pensar y nos aproximan solo a quienes opinan como nosotros. La conversación y mucho más el debate se han agotado. No hay matices, no hay escucha, solo bloques que se repelen entre ellos, y lo que es peor aún, del eco de sus propias certezas.
Y, sin embargo, muy a su pesar de ese pensamiento ultraliberal, hay algo que no se ha perdido del todo cómo es la capacidad de emocionarse. Porque todavía duele ver a alguien injustamente en un banquillo, todavía estremece la imagen de un niño tiritando al alcanzar una orilla, todavía conmueve un cuerpo demacrado por la hambruna, y genera en muchos de nosotros una protesta sincera. Quizás ahí siga latiendo la única semilla que garantice un mañana: la fraternidad.
Tal vez, precisamente por eso, quienes todavía creemos en el diálogo, en lo común, en la posibilidad de entender al otro, debemos ser más conscientes. La educación crítica, la cultura libre, el pensamiento autónomo son trincheras cívicas que deben resistir esta avalancha de ruido. Porque si ya a duras penas hasta los muertos hablan, al menos que su voz nos recuerde que en algún momento en este país supimos construir algo juntos.
Hoy, España está frente a un espejo roto, uno que refleja fragmentos de verdad distorsionada. Habrá que recomponerlo pieza a pieza, sin negar el d