Por fin. Ayer se terminó la parafernalia mediática, la desproporcionada alabanza, el intento de lavado de cara de una institución anacrónica. Demasiado espectáculo para un adiós, por muy trascendental para la historia que el hecho resulte. Por mucho que algunos se empeñen en considerarlo de proporciones adecuadas, no deja de verse como algo desproporcionado.
Como demócrata lo respeto, pero como demócrata no lo comparto.
Respeto a quienes ven en la monarquía una forma ideal de gobierno, pero esos mismos deberían respetar el derecho de los demás a ver la república como una forma ideal de gobierno, y siempre dan la impresión de que solo vale su postura, que la de quienes nos sentimos republicanos es ilícita. ¿Tan difícil les resulta poner una urna y que la mayoría decida qué modelo de estado quiere? ¿No se darán cuenta de que las urnas le darían a una corona una representatividad que ahora no tiene?
Hemos asistido a una representación, a aquello de "la vida es puro teatro". Todo estaba previsto y cuidado hasta al más mínimo detalle, incluida la representación hispana. Desde el yo sonrió y tu te muestras serio, al yo agacho la cabeza y tú haces la genuflexión, pasando por el yo me santiguo y tu no. Es como pretender que, con gestos dispares, toda la disparidad de la España a la que representan se sienta representada. Todo para guardar una imagen y una compostura que parece resquebrajada.
La mejor forma de limpiar las manchas que el emérito haya podido dejar en la jefatura del Estado, no es no querer que se le acerque al nuevo monarca para evitar la foto juntos, o poner cara rancia cuando el pasado dice algo. La verdadera lejía sería dejar atrás la inviolabilidad del monarca y la incuestionabilidad de la monarquía como forma del Estado. Mientras, ellos, seguirán al bollo.
Pero no depende de uno sino de todos los ciudadanos. Así lo veo, con todo el respeto a quienes lo ven desde mis antípodas ideológicas.
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