“Aunque la mona se vista de seda, mona se queda”. “El hábito no hace al monje”. Las caretas lo disimulan, pero no te cambian el rostro. El matón que se hace político no deja de ser matón. Todo es más grave cuando eso acontece en alguien que cobra un salario de fondos públicos. A veces creen, que esa procedencia de su salario les faculta para actuar como un perdonavidas, o que le otorga el derecho a perder los papeles. Pongamos que hablo de MAR.
El otro, el atractivo, el amoroso, si es ladrón de guante blanco, es un ladrón porque el guante no lo cambia. Da igual que le llamemos intermediario o comisionista, si chupa de fondos públicos, al final el fuego amigo o la sagacidad del enemigo hacen que acabe sabiéndose, que se le vea el plumero. Da igual que sea el novio, no deja de ser lo que es.
Luego está quien les protege. La que de la noche a la mañana descubrió porque a las patatas bravas se las llamaba bravas, o que allende los mares se hablaba español y no nos habíamos aprovechado de eso. Obligada a defender lo indefendible, siempre decide buscarse un rival o un adversario contra quien cargar su ira como método de defensa. Pongamos que hablo de ella.
Y luego están los defensores de todos ellos. Los que no pueden dejar que el barco se les hunda a aquellos, porque se les hunde el suyo. Para ello siempre eligen las redes sin rostro, para encanallar los debates, apelar al insulto, a la violencia por la palabra. Ejercen una contumaz defensa porque muchos defienden su puesto de trabajo. Tragapanes diestros en la estulticia, verduleros compulsivos con lengua viperina que ni siquiera han sabido evolucionar al ritmo de las verduleras de verdad.
La justicia no es igual para todos. Pongamos que hablo de Madrid.
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