Muchos socialistas aceptaron la monarquía
como un mal menor, si con ello se garantizaba que la transición de la dictadura
a la democracia iba a ser un proceso con perspectivas de estabilidad política.
Sin embargo, también hay otros muchos que una vez consolidada la estabilidad democrática,
cada 14 de abril, conmemoran la instauración de la segunda república española.
Y un año más, como desde hace varios, en esta fecha volvemos a poner sobre la
mesa el debate, de si los españoles debemos ser consultados sobre la forma de
Estado que queremos adoptar. Muchos añoramos un referéndum en el que decidir,
si queremos continuar siendo una monarquía, o deseamos un estado con forma de
república.
Vaya por delante, que los
naturales de estas tierras somos muy aficionados a reducir las ideologías a meros
personalismos. A calificar el todo por la parte. Y son muchas las frases que acreditan
lo cierto de esa afirmación. Las hay para todos los gustos: “No soy fascista,
sino franquista”, “Yo soy más felipista o guerrista, que socialista”. El asunto de la monarquía también se ha planteado en esos términos con la expresión “yo no
soy monárquico pero si juancarlista”. Reducimos de esta manera, temas muy
amplios, a su significación reflejada en un personaje. Oír declararse a
muchos, como partidarios de Juan Carlos, era algo que nos acostumbramos a escuchar, sin darle la importancia que realmente tiene y su significado. En boca de quienes
se manifiestan socialistas, aún importaba mucho más.
Al hacerlo así, a muchos socialistas se les
ha olvidado que era una forma de claudicar ante quienes nunca han estado
dispuestos a transigir ni lo más mínimo en sus posturas, ni tan siquiera para garantizar esa estabilidad política antes citada.
La monarquía ha sido algo sagrado, intocable, incuestionable para ese grupo capaz de todo antes de querer
entrar al fondo del asunto. Prohibido cuestionarse que es lo mejor como forma
del Estado, o si es más cara o menos, o si es na institución democrática o no lo es. Incluso
hasta le resulta ofensivo a esa derecha española (la que se considera única
depositaria de los valores patrios y defensora de la España indivisible, grande
y libre) que alguien afirmase que la actual monarquía es un régimen que
nos fue impuesto por el dictador, y que su mantenimiento hoy día, obedece a que
se quieren salvaguardar unos privilegios y proteger los intereses de un sector
de nuestra sociedad, que se considera destinatario y elegido por la gracia
de dios para el ejercicio del verdadero poder.
Una parte de nuestra sociedad, que a su vez se ha sentido siempre respaldada por una parte
de las fuerzas armadas.
Es esa España privilegiada, la que
más se considera amenazada por la sola idea de que la monarquía pueda dar paso
a otra forma del Estado. Solo así se justifica, que por exhibir símbolos
republicanos monten en cólera. La exhibición del símbolo tricolor republicano, les
produce ampollas, aunque esa derecha ignora voluntariamente, que la justicia española
(esa con la que se llenan la boca ante independentistas catalanes o vascos, o ante
titiriteros inofensivos), ya se pronunció en 2003 y afirmó que la bandera republicana respeta nuestro
ordenamiento jurídico. Sin embargo aplauden a las autoridades que han ordenado su
retirada de los lugares donde ha sido expuesta, cuando es precisamente esa
orden de retirada, la que en realidad vulnera derechos fundamentales de todos
los españoles, reconocidos por nuestra Constitución.
Esta cuestión no se limita solo a la simbología,
y si analizamos la implantación de la monarquía española, desde el momento en que se designa al
jefe del estado por un acuerdo político (indiscutiblemente útil en un momento
de la historia reciente), esta, per se, no puede ser la forma de elección en un estado
democrático. Pero además, no se impone solo la institución, sino que la actual
dinastía monárquica también se impone por Franco, primero constituyendo España como un reino
en 1947 y posteriormente designando a don Juan Carlos como sucesor, seis años
antes de la muerte del dictador.
La figura del anterior rey ha
jugado en favor del mantenimiento de esta forma del Estado, puesto que son
muchos los ciudadanos que veían en su figura una garantía de estabilidad política
y unidad del Estado, a lo que se añadía su carácter campechano. Gran parte del
mito juancarlista, se derrumba en los últimos años con cacerías y noticias en
las revistas del corazón. Le sucede su hijo, preparado específicamente para ese
ejercicio de la Jefatura del Estado, aceptándose por la mayoría como algo
incuestionable, sin dar la importancia debida a que esa jefatura se ejerza por una persona
elegida por el conjunto de la sociedad, lo que sin duda le otorgaría toda la legitimidad,
tanto en el ámbito interno como ante otros países.
Uno de los mayores defensores del
estado monarquía ha sido y es la iglesia católica. Sabidas son sus relaciones y las
hemerotecas acreditan esa íntima relación. Pero junto a la iglesia, juegan un
papel fundamental los medios de comunicación, empeñados en mostrar una imagen
intachable del actual rey, un monarca que no se ha opuesto públicamente ni a la
corrupción en el gobierno, ni a los dislates de muchas actuaciones para mayor
gloria de la patria, ni a auténticos despilfarros. Al actual monarca,
le basta con su silencio, más intenso que el de Rajoy, y con que se sepa que "el rey reina pero no gobierna".
La sumisión de los medios a su figura es tal, que se le alaba por no hacer
nada.
Esos medios no se muestran interesados
en analizar los pros y los contras de las actuaciones del rey, sino más bien en consagrar la idea de que nuestro monarca
es diferente al resto de los mortales, sin valorar que así lo único que demuestran
es que no son pocos los estómagos agradecidos que pululan por este país. Ningún
medio se implica en señalar, que si en una democracia, cada uno de sus
gobernantes (incluido el Jefe del Estado), no se eligen a través del voto, difícilmente será calificable como democracia real y de calidad. No estoy cuestionando que
Felipe de Borbón no sea una persona con cualidades para ser elegido Jefe del
estado, si cuestiono que no parta de él mismo ponerle fecha al fin de su status
como Jefe de Estado, por la forma en que para ejercerla ha sido designado.
Pero nada debe extrañar en el país,
donde se dan por normales, cosas como: símbolos
de vencedores y vencidos; ciudades con calles dedicadas a golpistas; una jerarquía eclesiástica que disfruta
rindiendo honores al poder que la alimenta económicamente; exhibiciones sin
pudor de símbolos franquistas; desaparecidos que continúan en las cunetas; una televisión
pública, religiosa en un estado aconfesional; o banderas a media asta por la
muerte de Jesucristo. La Marca España, de la que todo lo anterior forma parte,
es cualquier cosa menos un ejemplo de democracia moderna, sino de una democracia propia de la España que en tiempos franquistas se vanagloriaba de ser diferente. Difícil
parece la tarea de modernizarnos, sin antes entender lo que significa vivir en
democracia.
Un demócrata, no desea una forma
de Estado que le ha sido impuesta. Un demócrata quiere tener la opción de
elegir, de que sea la mayoría quien decida si continuamos como monarquía o si cambiamos
a república. Un demócrata quiere tener derecho a equivocarse en su elección, y
quiere ejercer su derecho a patalear si se equivoca. En la democracia española llevamos
cuatro décadas manteniendo demasiadas herencias de la dictadura, de las cuales,
una de ellas, la forma del Estado. Aunque sin duda, la más nefasta de todas
esas herencias, es que se llegue a ver como normal, darle el voto a quien
promueve o protege la corrupción.
Si ánimo de ofender, si se nos analiza
fríamente como sociedad democrática del siglo XXI, podemos llegar a ser un
insulto a la inteligencia. Salud y República.
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