Desde que la corrupción se ha convertido en nuestro pan
de cada día en los medios audiovisuales, el
cargo público se ha transformado en pieza a cobrar en la cacería que los
descontentos ciudadanos tienen derecho a organizar, puesto que son los
ciudadanos quienes les han otorgado esa condición, y a su juicio deben
someterse.
Interesadamente por quienes
no creen en el sistema democrático sino en los autoritarismos, se intenta
convencer a los electores de que todos los cargos públicos son iguales con
independencia del partido al que representen en las instituciones. Y hay que decir bien alto que no es así
ahora, ni lo fue nunca.
Y no es así, porque la
maldad o la bondad no son patrimonio exclusivo de un solo partido, y encontramos
buenos y malos en todos los rincones de nuestra política con independencia de
las siglas que representan. Pero además, tampoco pueden ser todos iguales,
puesto que los niveles de
responsabilidad que cada uno ejercer son diferentes, y sería injusto meter en
el mismo saco al concejal del pueblo de menos de mil habitantes junto al
senador con cargo de tesorero en un partido mayoritario en el Estado.
Pero a quienes más
se exige, y es bueno que así sea, es a los cargos públicos de los partidos de
izquierda, tanto orgánicos como institucionales, que deben acreditar que están para
servir a los intereses de sus electores a través de sus hechos y
comportamientos. Cuarenta años de franquismo han hecho que a la derecha se
le permita lo que con la izquierda es una exigencia.

Partiendo del
cumplimento de esta máxima, lo demás debe resultarles bastante sencillo de realizar
si a ese principio añaden un segundo:
que están ahí al servicio de los electores y no al servicio de su partido que
los propuso. Eso se entendería mejor con un sistema de listas abiertas.
También es
importante comentar, que uno de los grandes déficits del ejercicio de la
representatividad política, es que los
cargos públicos suelen confundir con cierta frecuencia su actividad política
con la gestión del servicio público, de tal manera que los propios
ciudadanos los identifican más como funcionarios que como sus representantes en
las instituciones. Hay que intentar diferenciar estas dos funciones porque es
el cargo público quien debe marcar los criterios, las pautas, para que los
responsables de los servicios públicos las ejecuten, y dedicar su actividad a
percibir y resolver las necesidades de
la sociedad.
El ejercicio de un cargo público es
una etapa en la vida de un profesional al que se encomienda desempeñar esa
tarea. Cuando un
cargo público se olvida de que es un representante ciudadano, casi
inconscientemente pasa a convertir la
vocación en profesión, y a partir de ese momento ´permanecer en el cargo se
convierte en un modo de vida. A la derecha se le perdona, a la izquierda
no, y es bueno que eso sea así, por eso
debe ser la izquierda la más interesada en la limitación de mandatos.
Los ciudadanos solo nos ven a todos
iguales si nos mostramos todos iguales. Y no lo somos, ni por principios ni por
la forma. Y el cargo público de izquierdas que no lo entienda así, ya está
tardando en dejar la silla.
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