Hay días en los que pienso que los ciudadanos españoles no sabemos lo que tenemos. Nuestro sistema sanitario público es muy mejorable, pero no valorarlo en su justa medida es cainismo y caer en una autoflagelación absurda. Empezando por todos sus profesionales, continuado por sus instalaciones y equipamientos, y terminando por sus recursos (siempre escasos y mejorables) el sistema sanitario español es envidiado por otras muchas sociedades y países. Y además con algo que lo hace mejor, diferente y único: su accesibilidad universal. Eso, para quienes dependemos de una nómina, no debería olvidarse. No es gratuito completamente, pero mucho más accesible que en cualquier otro país, para quienes no dispondrán de economía suficiente con la que poder pagarse las prestaciones que dé el recibe.
Sin embargo, todas esas bondades evidentes, no pueden hacernos pensar que sus recursos son infinitos, que es inagotable, como parece que una inmensa mayoría piensa, o al menos eso es lo que sugiere la situación que estamos viviendo. Ya no solo porque, además del COVID hay muchas más patologías que no lo son y que requieren ser atendidas, sino porque la presión asistencial que estamos soportando en atención primaria y en los servicios de urgencia (esperemos que no alcance también a las hospitalizaciones) es insostenible se mire por donde se mire.
Parece que una inmensa mayoría pensamos, que cualquier síntoma, aún por muy banal que parezca, es suficiente motivo para demandar asistencia inmediata, a ser posible hoy, y si se puede, ya. Tal vez la causa de ese concepto de “derecho a todo y ya” sea la desinformación sobre lo que se demanda o la falta de educación en general sobre la demanda de servicios públicos, que son nuestros, pero también son de todos. Con cuadros clínicos como los que hoy vemos ¿nuestros padres nos llevarían al médico o a urgencias de un hospital inmediatamente? No se los vuestros, pero los míos no. Nunca pensé por no hacerlo, que me querían poco o no me querían, o que lo hacía por dejadez. Ponerme un paño de agua fría en la frente si tenía algo de fiebre, o darme leche caliente con miel si me dolía la garganta, o un analgésico si tenía dolor de cabeza, o otros muchos remedios como primera opción, era lo lógico, normal y habitual. Y si en un día o dos no mejorabas, entonces te veía un sanitario. Curiosamente, sin ser médicos ni disponer del doctor Google, ellos cuando era algo grave, lo intuían, era como que sabían que la enfermedad grave se huele.
Hoy eso no es imaginable. Ahora queremos saber inmediatamente que nombre y qué apellidos tienen lo que nos afecta, que pruebas deben hacerse sin demora, y si el médico no dice de hacerlas, ya nosotros le cuestionamos porque no las solicita. Exigimos ese antibiótico que a mi primo le ha ido tan bien, y sino nos lo prescribe el “medicucho panchito” que me explique el motivo de esa falta de interés por curar lo mio. Y es que desde que tenemos móvil, televisión e internet, no solo sabemos más, sabemos de todo. Los años que ese médico o médica extranjeros estudiaron para obtener su título, quedan superados con un vistazo en internet. Y si era español o española, se sacó el título a base de regalos a sus profesores, y no tiene ni idea. Seguimos siendo de charanga y pandereta.
Todo eso se ha elevado a niveles exponenciales con la llegada de la COVID-19. Hemos sido, epidemiologos, infectologos, vacunologos, virólogos, internistas, etc. Hemos exigido saber si estábamos protegidos contra el virus o no, que variante tenemos o no tenemos, si el test ha sido negativo saber porque no nos hacen la pcr, y si somos positivos por qué no nos hacen otra prueba antes de darnos de alta, etc, etc, etc. Todo puede ser comprensible, aunque a mi entender, es la demostración palpable de la desconfianza en el profesional que nos atiende, la absoluta insolidaridad con el que necesita más cuidados que nosotros, y la absoluta despreocupación de si esa exigencia de servicios y de una pronta respuesta, estaba colapsando el sistema.
Es ese mismo sistema sanitario al que cuando realmente se le valora en su justa medida es en el infarto de miocardio, el ictus, el embolismo pulmonar, el accidente de tráfico y otras muchas situaciones que piden ser vitales. Pero no valoramos la prevención que hace el médico de familia que evita tu infarto o tu ictus, ni la salud pública que nos protege a todos, ni la asistencia farmacéutica que me da acceso a fármacos que en otros países no podría adquirir por su precio, ni el ojo clínico de nuestro médico de familia que supo que lo que te ocurría no era para paños de agua, ni leche con miel.
En este denostado sistema de salud español, atendemos al que está grave, al menos grave, al leve, y al que sólo quiere una receta de paracetamol por si acaso. Ahora lo estamos colapsando, con una clínica que en la inmensa mayoría de los casos, la respuesta correcta a la misma es quédese en casa y tenga en cuenta una serie de signos de alarma que si presenta debe acudir de nuevo. Curiosamente si los presentas, deberás acudir y para ser atendido, en ese momento te encontrarás en la misma cola de espera de la que tú formabas parte, donde otros como tú esperan a ser atendidos cuando sus síntomas sólo son banales. Donde las dan, las toman.
A este despropósito, se le añaden las noticias falsas sobre COVID y sobre las vacunas que añaden a la desinformación las falsedades. Puede que ambas cuestiones están detrás de la nueva gran bomba consumista por ahora: el gasto que realizamos en los test domésticos,. Ha sido exigida su gratuidad por “expertos” en los medios de comunicación y presentados como el mejor instrumento para poder volver a las reuniones sociales sin riesgos. Conozco a quien se ha hecho hasta tres diarios durante una semana (todo sea por poder irse a la fiesta). No son caros de producir, pero tampoco baratos de adquirir. ¿Es ese un gasto necesario? Puede que no , pero aún menos cuando la mayoría de los que se hacen el test, acude luego a que se le repita, porque ha sido negativo y no se fía, o porque ha sido positivo y se fía menos. Nos quejamos de las colas en urgencias, en los centros de salud, de lo que ganan las industrias farmacéuticas, pero impedimos el acceso a quien tiene patologías más graves, y de paso ayudamos a que el COVID pueda ser su agosto en enero para esas industrias.
Me pregunto si no vemos cómo lo más racional, solicitar asistencia cuando los síntomas sean preocupantes. Si no lo son, (la fiebre es poca, respiramos bien, y el malestar se nos pasa con paracetamol, tenemos solo mucosidad nasal, etc) nos cuesta poco resguardarnos, ver si podemos trabajar a distancia o hacerlo sin poner en riesgo a los compañeros, y aplicar otros cuidados que nuestros padres se sabían de memoria y hemos olvidado como otras tantas cosas ( antes íbamos en coche a cualquier ciudad y a cualquier calle de ella, y ahora si no vamos con el gps nos perdemos). Si lo hiciéramos así, posiblemente cuando de verdad requerimos asistencia, esta podría ser más ágil y rápida, pero al tener un sistema finito y no infinito, lo saturamos con banalidades y nos quejamos de que no se nos atiende con la presteza que nos gustaría.
Es la pescadilla que se muerde la cola. La administración se empeñan en empoderarnos, en que intentemos auto gestionar nuestra salud libremente, pero lo que demostramos es querer autogestionar cuando nos apetece acudir libremente, que unos profesionales estén libres para atenderme en ese momento y que ellos me la gestionen.
Y ojo, que nada de lo expuesto anteriormente, es contrario a una triste realidad que podríamos llamar la parte política de la pandemia.: que los responsables institucionales deben mejorar una gestión que en muchos casos es nefasta; que deben aportarse unos recursos que las sucesivas crisis han ido recortando al sistema impidiendo su mejora; y que deben adoptarse decisiones sanitarias basadas en criterios sanitarios y no en réditos electorales, Todo lo anterior ha ocurrido de manera continuada con los sucesivos gobiernos de todos los signos políticos que nos hemos dado, aunque parece que sólo nos acordamos. Pero en eso si pensamos antes de levantar la voz o señalarnos , dependiendo de quién toma las decisiones. Cuando la decisión la adopta el gobierno que no votamos, gritamos. Y cuando lo hace el que tuvo nuestro apoyo, nos volvemos mudos, ciegos y sordos, tres síntomas para los que entonces no requerimos asistencia del sistema. Esa visceralidad que nubla la objetividad también colapsa un sistema sanitario que considero que entre todos estamos matando y el solito se nos va muriendo agotado, mientras discutimos si son galgos o podencos.
También los profesionales tenemos nuestra parte de responsabilidad en ese colapso, pero lo comentaré otro día. Voy a intentar descansar. Buenas noches para todos y todas..
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