El tsunami de octubre de noticias sobre corrupción en nuestro país, ha provocado
la mayor desafección ciudadana con la clase política de toda nuestra
democracia. Los partidos deberían entender
lo imprescindible que resulta que transmitan su compromiso firme con la
regeneración como prueba de que han aprendido de los errores cometidos, pero
más imprescindible aún es desterrar la sensación de impunidad de los corruptos que
tenemos todos los españoles.
Y no les va a ayudar a lograrlo, que noviembre se inicie con casos como
el de los viajes privados de Monago con
cargo al bolsillo del sufrido contribuyente. De repente a todos los partidos les preocupa enormemente la corrupción,
pero en la calle se piensa que quien ya se lo ha llevado calentito, se
encontrará con un dinero para resolver su vida, con independencia de si
le pillan o no.
Parece que a los corruptos les
duele más tener que devolver lo robado, que acabar en una celda de la que
saben que antes o después saldrán. Si a la
devolución de lo robado fuese acompañada de una multa por igual montante, seguro
que ante la tentación de meter la mano se lo pensarían dos veces.
La sociedad sabemos de la necesidad
de una Ley de Transparencia vinculada al artículo 20 de nuestra Constitución,
que a su vez sea acorde con el Consejo de Europa y los demás tratados
internacionales al efecto, y que garantizase el acceso ciudadano a documentos
públicos y hacer realidad el derecho a un buen gobierno. Pero esa
legislación no debe limitarse a la clase política
en exclusiva, sino afectar a la Jefatura del Estado, a los Partidos Políticos,
Sindicatos, organizaciones empresariales y todo tipo de entidades que reciban
dinero público -incluyendo a la Iglesia Católica y al resto de confesiones
religiosas.
Son muchas las medidas que ahora se proponen por los partidos, unas más
ambiciosas que otras, pero en conjunto abordan desde su prevención, a dotar de
recursos a la justicia para investigarla, como dirigidas a adecuar la
legislación para cuando surja. En cualquier caso, la suma de las propuestas de unos y de otros debe
crear un marco que dificulte la corrupción, sin llegar con esas medidas a la
vulneración de los derechos fundamentales en ningún caso.
Aplicar un endurecimiento de las
penas por corrupción, tanto para el que corrompe como para el que se deja
corromper, parece deseable, pero en esencia lo que la evitaría es la eliminación de todo privilegio asociado al cargo
institucional, como lo es el aforamiento de los diputados y senadores, e
impedir que un cargo público pueda percibir un sueldo adicional al
derivado de su responsabilidad política. Para eso sería deseable que el salario de los responsables institucionales
se estableciera por ley, y que esos cargos públicos estuviesen obligados a presentar sus declaraciones de cuentas no
solo durante el ejercicio de su mandato sino también durante los años
posteriores al abandono del mismo.
Los partidos solo resultaran creíbles contra este fenómeno, si acuerdan
que todo cargo público imputado por
corrupción fuese suspendido inmediatamente de su condición de militante en
cualquier partido político del arco parlamentario, pudiendo
levantarse la suspensión, en el momento de una resolución judicial favorable. Esto
se complementaría con la decisión consensuada de que en ningún caso la defensa de un imputado se realice con cargo a los
presupuestos de su partido, y mucho menos con cargo a la administración pública, aunque
a posteriori puedan ser indemnizados por los gastos ocasionados en su defensa,
si se demostrase la inexistencia de responsabilidad alguna.
La fiscalización de las
cuentas de los partidos políticos por el Tribunal de Cuentas por mecanismos
especiales mediante la intervención de técnicos especialistas que
controlen y auditen independientemente esas cuentas, es a todas luces
innegable, después de visto lo visto. Parece una tomadura de pelo que a un
ciudadano se le inspeccione de oficio por Hacienda, y esa misma inspección solo
encuentre trabas para inspeccionar a los partidos.
Desde Filesa, Gürtel, el caso Palau, o el caso SACYR en Toledo, han puesto al descubierto la financiación irregular de
las campañas electorales, lo que aconseja su re estructuración centrándolas en
los medios de comunicación y en las redes sociales, obligando por ley a los medios
públicos a organizar de manera permanente debates que permitan el conocimiento
y la libre configuración del criterio por parte de la ciudadanía.
Pero la mejor medida contra la
corrupción es sin duda la limitación a dos mandatos como máximo para el
ejercicio de un cargo, única forma de no crear servidumbres al cargo que
se ocupa. Pero esa limitación requiere para ser efectiva, la separación de poderes: ejecutivo, legislativo y
judicial. Muchos casos difícilmente pondrían
en duda la imparcialidad de la justicia si existiera la elección por sufragio
universal del Fiscal General del Estado, del Fiscal Anti corrupción, y del
Defensor del Pueblo, también con una limitación temporal de permanencia
en dichos cargos.
La pasividad del actual
presidente del gobierno ante la que esta cayendo, no sería posible si el
presidente del Gobierno fuese elegido en elecciones separadas a las
legislativas, y aunque pueda nombrar con independencia su gobierno, siempre su
tarea estaría sometida al control del Parlamento y reforzaría la necesaria independencia entre ejecutivo
y legislativo, ahora inexistente.
Los partidos deben intentar que los ciudadanos recuperemos la confianza
en el sistema. Por eso me causa hilaridad, que en estos días, algún responsable político comente que siempre existirá
la corrupción y que contra ella es difícil actuar. Se puede
hacer de todo, menos anunciar contundencia y a la vez permanecer impasibles. Ya
vale de engaños, se puede hacer lo que no
se está haciendo, levantar las alfombras y abrir las ventanas.
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