Este mes se cumplieron treinta años de mi militancia con carnet en el
Partido Socialista Obrero Español. Sin duda es un buen momento para, con rigor
y sentido de realidad, intentar hacer un análisis profundo de la evolución que hemos vivido sobre algunas
convicciones de izquierdismo que seguro que muchos compartimos y otros muchos no.
De esa revisión, la conclusión general que creo más llamativa, es que todos, unos más y otros menos, hemos ido asumiendo progresivos
cambios en esa concepción de “la izquierda”, que se han gestado con el paso de
los años. No sé si muchos de esa generación pueden sentir que
les ha ocurrido un proceso similar, pero seguro que algunos sí han tenido esas
percepciones.
Durante los años estudiantiles, estábamos convencidos de que existía una ética de la izquierda, y de
que en ella no cabían ni la corrupción ni las malas prácticas. Creíamos que los
dogmatismos que en esos años profesábamos eran irrenunciables, pero a la vez asumíamos
que en la izquierda europea se estaba dando paso a una visión progresista socialdemócrata,
siempre transformadora de la sociedad.
No fue fácil porque eso implicaba
renuncias y cambios, pero la justificación para ello la encontrábamos
en que hacerlo permitiría
alcanzar otras metas, como la principal de ellas, estaba conseguir un sistema político decente,
una forma de gobierno cercana a la gente, y mayores derechos y libertades para
todos.
Y así ocurrió. Tras la llegada de la democracia, muchos militantes de izquierda,
antes seguidores de Marx o Trotsky,
aterrizamos frente a la contradicción de que aquello que hasta entonces nos parecía
criticable (el modelo de las democracias occidentales), podía resultar un entorno en el que encontrar acomodo, y desde dentro poder luchar por muchos
ideales de la izquierda, aunque eso nos obligara a aparcar otros como la lucha de clases, hasta ese
momento idolatrada.
Vivimos tiempos en que fue necesario reinventarse, pero era posible
hacerlo porque siempre mantuvimos
enarbolada la bandera de la honestidad, como símbolo irrenunciable en nuestra
forma de concebir la vida. Seguíamos convencidos de que para ser de izquierda
había que ser honesto, y hoy no hemos cambiado ese convencimiento.
Han pasado treinta años, y al preguntarme si todos los que hicimos ese recorrido mantuvimos la
enseña de la honestidad, la respuesta tiene que ser forzosamente que no. Por eso en ocasiones, la
duda de si se actuamos correctamente o cometimos un error, nos surge a muchos. Y lo hace precisamente
por honestidad.
Cuando surge esa duda, hay una cita de un amigo argentino que recuerdo en esas ocasiones: la honestidad es un piso ineludible y
no un techo inexpugnable. Entonces me siento satisfecho de, como muchos, haberme mantenido siempre con los pies en el suelo.
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