En los últimos años se ha
banalizado la política. Lo ha hecho la derecha, interesada en restar valor al
concepto de democracia, para lo que no ha tenido escrúpulos en utilizar la
ignorancia política de muchos ciudadanos, e incluso el miedo que la sensación
de inestabilidad o de cambio produce en otros, si ello le servía para alcanzar
el poder. Pero también a banalizar la política ha contribuido la izquierda, a
veces involuntariamente, pero otras veces de manera voluntaria por parte de
algunos de sus dirigentes, convencidos que si para la derecha eran válidos esos
instrumentos, utilizar el rencor o las facturas pendientes del pasado, también
su uso estaba legitimado.
Con este panorama, para muchos
españoles, aquella democracia post franquista en la que creíamos, ha venido a
menos, y hemos permanecido pasmados, viendo como la política dejaba de ser un
instrumento para transformar una sociedad injusta con el que menos tiene,
viéndola convertirse, en un instrumento para cambiar la vida de solo unos
pocos. Naturalmente que todos los políticos no son iguales, pero aquellos que
han utilizado la política en beneficio propio, se han preocupado de inculcarnos
la idea de que "la política es así", precisamente ese es el concepto
que de ella tienen los políticos cobardes, incapaces de defender sus
planteamientos personales, esos que ellos mismos públicamente califican como de
miserables.
Aun sabiendo que no todos son
iguales, los metemos en el mismo saco, y sólo resultan visibles aquellos para
los que no existe futuro después de la política. El verdadero problema de
quienes así actúan, es que para ellos en el pasado tampoco había futuro, y es
la banalización la que les permitió encontrarlo precisamente en la política. No
es exclusiva de un solo partido, porque a esa gente la podemos encontrar en las
formaciones políticas con años a sus espaldas, pero tampoco se librarán de
ellos los partidos emergentes, precisamente porque aprovecharán su
inexperiencia en esas líderes, y aunque tal vez detecten a los más descarados,
bien seguro, que muchos lograran pasar sus filtros, y con el tiempo acabarán
emergiendo dentro del aparato de esos partidos.
Cuando esos elementos se detectan
internamente, ya no valen los paños calientes, ni es cuestión de apelar al derecho
a la presunción de inocencia para no actuar. Es una situación incompatible con
el concepto de política como instrumento de servicio, y dilatar el problema en
el tiempo llevará a la formación política a ser sepultada por su propia bola de
nieve. Al que personalmente elude asumir su responsabilidad, el tiempo se
encargará de señalarle irremisiblemente, mientras que a su formación política
le supondrá una factura continuada en el tiempo, que un proceso electoral tras
otro, volverá a poner en cuestión su compromiso con la honestidad y la decencia
política.
Pero lo fácil es señalar como
responsables de esa situación a las cúpulas de los partidos, que sin duda son
los principales, pero también somos responsables quienes nos conformamos con
saber que el problema existe, y una y otra vez apoyamos con nuestro voto a ese
partido sin exigirle su regeneración. Somos los militantes y simpatizantes de
ese partido que permanecemos callados, sin actuar, las primeras víctimas del
descrédito que la corrupción acarrea a las formaciones en las que creemos. No
debería resultar tan difícil, gritar a los cuatro puntos cardinales, que la
política es sucia cuando quienes la ejercen son individuos sucios, porque esa
es una sentencia irrebatible.
Esta reflexión surge tras el debate
del pasado lunes entre los tres candidatos a presidente del gobierno, y la
vicepresidenta en funciones del actual, en el
que escuchamos acusaciones, principalmente contra el PP, por sus innumerables casos de
corrupción, que si se revisa la hemeroteca, de alguna manera fue el asunto que
más marcó el debate televisado. La vicepresidenta se defendió hablando de la
dureza de su gobierno con los corruptos, pero la sensación de los ciudadanos es
que esa dureza ya no le sirve de excusa, porque, como siempre, llega tarde mal
y nunca.
La vida nos enseña que nadie hará
por ti lo que tú mismo no seas capaz de hacer, y en la política, que no se
puede dejar todo en manos de quienes nos gobiernan o de quienes ejercen la
oposición. Pero mucho menos debemos hacerlo en un momento de nuestra historia
en el que este país necesita, más que nunca, de gentes decentes y honestas, de
soñadores capaces de transmitir emociones, y no solo en la política, porque en
este mundo globalizado son mucho más necesarios en la vida cotidiana de las
personas, que en el gobierno cercano.
Quizás es un buen día para
reivindicar, que frente a quienes nos han hecho creer que la política es un
negocio, debemos estar millones de españoles dispuestos a soñar despiertos,
convencidos de que la utopía está al volver la esquina.
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