El asunto más sangrante de este inicio de año 2015 es sin
duda la situación que viven los españoles enfermos de hepatitis C. Se estima
que en España hay más de setecientas mil personas infectadas de hepatitis C,
una enfermedad vírica que se transmite por la sangre y que es la primera causa
para precisar de un trasplante hepático. En la provincia de Albacete se
declaran entre cinco y diez casos anuales, aunque la cifra de infectados se
reconoce que es superior, y en Castilla La Mancha precisan de tratamiento
más de dos mil pacientes.
Los últimos meses esta enfermedad ocupa la primera plana de
los medios de comunicación, al no poder disponer los pacientes de un nuevo
tratamiento que ha conseguido resultados muy positivos en los ensayos
realizados antes de su comercialización. Es un asunto que debería llevar
meses resuelto si el gobierno hubiese actuado pensando en los ciudadanos,
pero parece que debe calificarlo como un asunto menor frente a otros, por no
tener una respuesta rápida del ejecutivo. Resuelto, porque no hay ninguna
justificación económica para la perdida de una vida, y menos en un país con
recursos económicos para afrontar este problema, y por un gobierno que se jacta
de ser un defensor de la vida.
Se debe garantizar el acceso de los, según las sociedades
médicas, treinta mil pacientes graves que hay en nuestro país, a que
dispongan de este último tratamiento y evitar así la desigualdad existente
entre pacientes dependiendo de que vivan en una u otra Comunidad Autónoma. No
parece de recibo que hablemos de un medicamento que está disponible dentro de
los que se financian por el Sistema Nacional de Salud, y a la vez, ver como ese
sistema no es capaz de garantizar que los enfermos pueden acceder al mismo
cuando lo necesitan y está prescrito por su facultativo.
Desde el punto de vista clínico, debe valorarse que
pacientes requieren con urgencia el tratamiento y cuales serían susceptibles de
poder esperar, si es que no se dispone de medicación para todos. Lo no
justificable es que no se administre el medicamento por estar a la espera de
que se cierre la negociación entre Ministerio e industria farmacéutica,
mientras los pacientes lo precisan.
En conciencia, debe primar la salud frente a la
posibilidad de conseguir ya un abaratamiento del producto, sobre todo si se
sabe que en España por no disponer del mismo fallecen diez enfermos diarios.
Tampoco es una excusa válida para no facilitar la medicación, que en países
como Egipto o India su precio no alcanza los mil euros y aquí alcanza los
cincuenta mil, porque al existir allí millones de pacientes, la negociación que
pueden plantear esos países no es comparable a la nuestra. Parece lo adecuado
que primero curemos a los pacientes y luego discutamos todo lo que sea
preciso.
Calificar de caro, no puede basarse solo en el coste
total de los treinta mil tratamientos, sin poner en el otro lado de la
balanza lo que ya nos suponen económicamente esas 30.000 personas
enfermas, que no pueden trabajar, que estarán en situación de baja laboral,
cobrando algún tipo de prestación, que requerirán cuidados médicos, etc. Si
la cifra global asciende a 750 millones de euros, no se debe pensar que estemos
hablando de una cifra disparatada para una sola enfermedad, sino de lo que
supone poder tratar a las treinta mil personas que la padecen. Si calculamos
que todos los pacientes demandaran al Estado por incumplir su obligación
constitucional de garantizar el derecho a la salud, esa cifra puede resultar
irrisoria.
Pero más vergonzoso resulta que el gobierno trate de
tapar su falta de diligencia, culpando a las CCAA de ser las
responsables de no facilitar el medicamento a los pacientes, porque es el
Ministerio quien fija la cartera de medicamentos disponibles, y es el
Gobierno quien debe garantizar la financiación autonómica para con ello
permitir la equidad en el derecho de acceso a los servicios y tratamientos de
salud de los pacientes, con independencia de la región de residencia.
Y no es una preocupación solo entre los pacientes,
sino también entre la comunidad científica encargada del tratamiento de
estos. Además vuelve a ponerse sobre la mesa otro asunto: el de los medicamentos
que no está permitido prescribir en Atención Primaria, cuando
científicamente podrían ser prescritos en ese nivel asistencial. Detrás, la
mayoría de ocasiones solo hay un motivo económico, sin valorar que se
gastan recursos en cosas menos necesarias que la atención sanitaria. En
cualquier caso, lo que está pasando es éticamente un disparate bochornoso,
porque parece que la vida carece de valor, y lleva a afirmar que el bienestar
de los ciudadanos cada vez importa menos a nuestros gobernantes. Mejor dicho, la
sensación es que solo importa que cuadren los balances a fin de año.
Necesariamente esta polémica debe hacernos reflexionar
sobre cómo se gestiona el dinero de nuestros impuestos. Si es posible
rescatar bancos o autopistas, debería poderse rescatar a ciudadanos abocados a
una muerte segura si no se les trata. Se necesita acometer una actuación a
nivel nacional para dar respuesta a este problema, como le ha propuesto la
oposición al gobierno, disponiendo de los recursos para ello. Y como en este
tema el gobierno carece de argumentos socio sanitarios y tampoco pueden ser
solo los económicos, deberían recordar que estar en política exige valentía
y eso se demuestra sabiendo rectificar a tiempo.
Mientras lo hacen o no, está claro que ningún enfermo, ni
tampoco los enfermos de Hepatitis C, se merece vivir el calvario que hoy
sufren, consecuencia de una gestión de la sanidad similar a la de un
negocio, en lugar de la de un derecho constitucional
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