Pese a muchos años
ejerciendo la medicina, hay ocasiones en las que te sorprendes, sobre todo al
contemplar las huellas que en un cuerpo dejan las costumbres y tradiciones
pertenecientes a otras culturas. Somos una sociedad europea multirracial, en la
que convivimos con ciudadanos procedentes del África subsahariana, y es
frecuente encontrar mujeres procedentes
de esas zonas, a las que en su infancia
le practicaron la ablación genital.
A los occidentales
esa práctica nos sorprende, al estar considerada internacionalmente como una
violación de los derechos humanos de las niñas y las mujeres, Pero en realidad es
solo el reflejo de una cultura donde la desigualdad entre sexos está muy
arraigada, que justifican
convencidas de que es la garantía de que la niña acatará sus normas sociales,
y que es un símbolo de feminidad, respetabilidad y madurez.
A diferencia de
otras formas de violencia contra las mujeres, esta se realiza a casi todas las
niñas de una comunidades, y no la consideran una vulneración de derechos sino
una práctica cultural y una norma social altamente valorada por ellos. Las
cifras asustan, y nos dicen que en todo el mundo, entre 100 y 140 millones de niñas y
mujeres han sido mutiladas, y que cada año unos 3,5 millones de niñas corren el
riesgo de serlo.
Indagando sobre esta
temática, encontré que documentos de trabajo del Parlamento Europeo señalan que
en la Unión Europea más de medio millón de niñas han sido mutiladas o corren
ese riesgo. Con nuestra mentalidad europea, es difícil entender como
cultura esta tradición, sabedores de que no aporta ningún beneficio para la
salud, y que nos devuelven a la Edad Media las imágenes de las
“circuncisoras” tradicionales utilizando hojas de afeitar y cuchillos, sin
asepsia ni anestesia. Pero lo que más indignante me resulta es que el 18%
del total de ablaciones, las practique personal sanitario.
Hemorragias y dolor
inmediatos, un muy alto el riesgo de infección y de complicaciones suelen ser
sus consecuencias más frecuentes. Según un estudio de la OMS en seis países africanos,
las mujeres que la han sufrido tienen además un riesgo considerablemente
mayor de complicaciones en el parto, de precisar una cesárea, o de sufrir una
hemorragia posparto. Cualquiera de
nosotros pensaría que entonces no tiene sentido, pero se trata de normas
sociales, y quienes no se someten a ella encuentran como resultado la
discriminación y su exclusión de eventos comunales importantes.
Te cuentan que es
parte de su cultura, de su religión y de su sociedad, y están convencidas
de que prepara a la niña para la vida adulta y el matrimonio, preserva la
virginidad prematrimonial, evita la promiscuidad, y la asocian con ideas de
higiene, estética y moral. Para ellos, las restricciones jurídicas contra su
práctica son consideradas menos
importantes que las restricciones sociales que pueden imponerles sus
comunidades por el incumplimiento.
Pero abordar un
proceso que lleve a la desaparición de esta cruel práctica, no puede
contemplar que los sanitarios sustituyamos a los “circuncisores”
tradicionales, porque el hecho de realizarla un sanitario no elimina los
riesgos inmediatos, ni reduce sus efectos a largo plazo, ni hace menos severo
este procedimiento. Se puede afirmar que la medicalización no reduce su
práctica, sino que contribuye a legitimarla como si de un procedimiento
sanitario se tratase.
Se debe empezar por
entender que en esas culturas, las decisiones de las comunidades están por
encima de las de los individuos y las familias, y forman parte de su forma
de actuar. Los programas contra la ablación son percibidos por la
comunidad como un ataque y una crítica a su cultura y a sus valores. Es por
eso que las intervenciones dirigidas a los individuos, las familias o los
“circuncisores” casi siempre fracasan. La prevención tiene que incluir
elementos de diálogo con la comunidad, respetando una cultura de
recompensas y castigos, para poder buscar un cambio en los grupos sociales.
Mientras que en
occidente algunos están convencidos que la solución es una legislación que la
prohíba, debemos empezar a entender que las leyes por sí solas no son
suficientes. La legislación puede ayudar a facilitar una intervención en las comunidades que la
practican fuera de sus países de origen, pero eso solo no servirá, si no
tenemos mejores conocimientos sobre cómo tratar a una niña en riesgo de sufrir
esa mutilación.
No cumplimos solo
con llevarnos las manos a la cabeza cuando conocemos casos de esta práctica
cercanos a nuestro entorno. Necesitamos una estrategia integral y de
integración, basada en la alfabetización de las mujeres y las niñas que corren
ese riesgo, que en paralelo intente reducir la discriminación por razón de
género, mejorar la justicia social, y estimular el respeto de los derechos
humanos. No vale con imaginarnos que estamos en Navidad, que esa práctica
no existe, y darnos por satisfechos con que el Baltasar de nuestra ciudad sea
de raza negra.
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