Quienes
se oponen al establecimiento del voto directo de la militancia de los
partidos para la selección de candidatos y cargos, suelen recurrir como gran argumento a las posibles disputas internas, que este tipo de
procesos pueden desencadenar dentro de la organización a la que pertenecen, y
con ello justifican su oposición a aplicarlos.
En realidad, un análisis de los resultados de estos procesos donde ya se
han aplicado, muestra que detrás de ese
argumento suele ocultarse la existencia de
problemas de disensión previos a este tipo de proceso en la organización, y
en otros muchos casos está la inseguridad personal de quienes
así se manifiestan, por considerar que pueden
no ser percibidos como aptos para poder acceder a cargos de responsabilidad por esta vía, o lo que es peor, ven más aptos a sus
posibles rivales. Ni en uno ni en
otro caso, pueden primar estas
reticencias sobre el derecho del conjunto a
decidir algo que afectará a todo la militancia, incluidos ellos.
Quizá los mayores problemas de las elecciones internas en los
partidos sean dos. El primero es
consecuencia de inadecuadas reglas para
regular el proceso, y el segundo lo
representa el hecho de que suele primar la
imagen del candidato sobre las propuestas programáticas que la
apoyen. El populismo de algunos
candidatos, o la baja participación del electorado,
pueden dejar sin posibilidades a aspirantes
de valía, poco conocidos o poco capaces de hacerse conocer frente a otros mas mediáticos, y por otro
lado el proyecto programático del partido
pasar a un segundo plano, lo que debilita el mensaje de la formación partidista.
En la balanza frente a estos aspectos negativos, hay que
colocar aspectos como una mayor proyección
electoral, mayor legitimidad, repercusión mediática, y mejora la imagen externa
de transparencia que tenga la organización. Todos los citados, son aspectos que repercuten positivamente sobre la
organización al mostrar a sus candidatos como ya vencedores de un proceso, y
entrenados en afrontar procesos electorales y salir triunfantes.
En cualquier caso, creo que lo más destacable del establecimiento de procesos
electorales internos, es la imagen de profundización democrática que emana de
los mismos, y permite a las bases sentirse importantes en la toma de decisiones
e involucrados con la estrategia de la organización.
Frente
al modelo de democracia representativa imperante, donde el militante de base
siente restringida su participación a la mera sufrago de las cuotas de
afiliación, y a la defensa pública de unas candidaturas que no siente como
designadas por el, y con las que en muchos casos no comparte ni afinidades
personales ni programáticas, la aplicación
de este tipo de procesos permite a las bases sobreponer sus decisiones a las de
las direcciones de sus partidos, siempre más proclives a valorar aspectos
elitistas en los candidatos que designan, y tendentes a la perpetuación de esos
mismos candidatos en el tiempo.
En un país donde por primera vez en
democracia, de
los posibles treinta y seis millones de electores, las encuestas revelan que hoy la desafección a la política
haría que más de veinte millones no acudieran a las urnas, los partidos deberían
empezar a perder el miedo a reformas en la línea de mayor participación
interna. Es claro que este modelo puede suponer para algunos no estar en
el cargo, pero si garantizar la presencia de el mismo de la organización a la
que quiere representar.
En mi partido, el PSOE, me gustaría que así
ocurriera y ya, pero teniendo presente siempre una premisa: a participar se
aprende, no se enseña.
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