Dicen
nuestros mayores que la salud no tiene
precio. Pero si se revisan los datos
económicos de nuestro sistema de salud, habría que llevarles la contraria y
decirles que, en España hoy, sí lo tiene.
Es fácil de comprobar como progresivamente
ha ido disminuyendo el presupuesto de la sanidad pública, frente al
incremento de las inversiones y de los ingresos en la sanidad privada en estos
años. Lo que los recortes han hecho que
se desatienda desde lo público, ha encontrado respuesta en la parte privada.
Cualquier empresario tiene derecho a invertir para ganar, pero lo grave es que ese beneficio procede de fondos públicos,
que en lugar de invertirse en el sistema público, se han abonado por contratar
prestaciones en lo privado. Se puede afirmar si temor a equivocarse, que la salud en España, es cada día más un “negocio”.
Salvo excepciones, que en todo existen, a lo que asistimos es a un desmantelamiento progresivo y sin pausa, de
todo lo público. Y lo más llamativo, sin
oponer demasiada resistencia, como si no fuésemos conscientes de que se nos está
quitando algo que poseíamos. Visto así, mientras la sanidad pública sigue un progresivo deterioro, la sanidad
privada crece, hoy transformada en un negocio que suma cada día nuevos clientes
y nuevos ingresos. Y al hablar de sanidad privada, no es de un profesional
que abre una consulta para complementar un salario público que ha perdido poder
adquisitivo, sino a grandes empresas, multinacionales, aseguradoras y fondos de
inversión que han visto en la salud un caladero
en el que echar sus redes para aumentar sus beneficios.
El origen del deterioro de lo publico debe buscarse,
en que desde 2011, y pese a reiterados
mensajes de recuperación en los últimos dos años, se mantienen todas las
medidas restrictivas en la sanidad pública, motivo de que presente deficiencias.
Por ello podemos afirmar
que la situación del sistema sanitario
público es fruto de una política bien definida, que persigue su
desmantelamiento. Todo forma parte
de un modelo para privatizar lo público, que no ha tenido suficiente con
afectar a los trabajadores sanitarios y a las dotaciones de medios del sistema,
sino que ahora también lo vemos ya como avanza
en el campo de la investigación, y a la docencia de las universidades y al
conjunto del sistema educativo.
Para esta
y otras maniobras, siempre hay una misma justificación:
la crisis económica. Los recortes no son exclusivos de una Comunidad
Autónoma, sino que estos se han
realizado en todas las CCAA, percibidos como una necesidad imperiosa ante
la crisis, y no como una brutal agresión al sistema público, que es su
verdadero objetivo. En todas las CCAA, la repercusión no ha sido la misma, y en
realidad lo que se ha producido es un
agravamiento de la brecha ya existente entre CCAA pobres y las más ricas, que
solo ha servido para acentuar una
desigualdad entre territorios cada vez mayor, por una financiación autonómica injusta
e insuficiente.
Ahora nos
anuncian que la tendencia está cambiando
y que ya existe un repunte de los presupuestos destinados a sanidad. Pocos
señalan que ese repunte en financiación,
también es diferente según la Comunidad, y que viene a contribuir aún más a la
desigualdad antes citada, puesto que no se realiza el mismo esfuerzo en todas
ellas. Y tampoco se dice que, pese a ese aumento, todas están muy lejos de sus
cifras de gasto en 2009. No
es una u otra Comunidad las que presentan datos de deterioro, sino el conjunto
del sistema, y de ello hay que dar las gracias
tanto al gobierno central como a los autonómicos, porque ninguno puede
negar que cada vez ha invertido menos. Un dato para argumentar esta afirmación:
de 2011 a 2015, el gasto público en
sanidad pasó de 75.000 a 71.000 millones de euros.
Sin duda la mayor repercusión la hemos sufrido los
trabajadores sanitarios, que hoy somos menos en número, y
trabajamos en peores condiciones
laborales, y con peores salarios. Hemos visto deteriorarse los servicios
porque no se han cubierto las bajas, las libranzas, las ausencias, etc., escuchando
que para eso no existen recursos
económicos, pero si para la contratación de servicios en la sanidad privada, que
se han dejado de prestar en la sanidad pública. En los últimos años, la
prioridad de las políticas sanitarias nunca ha sido mejorar el sistema público,
sino deteriorarlo.
Desde 1983, de forma progresiva, todos los
gobiernos han permitido el trasvase de recursos de la sanidad pública a la
privada. Aunque esa situación se agravó por el PP con la publicación y aplicación
del RDL 16/2012. A esto se añade el hecho de permitir
a las compañías de asistencia sanitaria privada seleccionar a sus pacientes, interesadas
en atender solo los problemas menores, y nunca los
procesos más costosos, para lo que se aseguran antes de la firma de cualquier contrato
exigiendo un buen estado de salud del contratante. Y es que cuando se gestionan los cuidados de la
salud con criterios de beneficio y según las reglas del mercado, los cuidados
se convierten en un negocio. Si la salud se rige por criterios empresariales,
deja de ser un bien de utilidad pública,
el paciente deja de ser usuario y pasa a ser un cliente, se transforma en un
objeto de lucro porque entonces importa más la cuenta de resultados de la
institución, que su salud.
Lo vivido en los últimos años
demuestra que no ha existido inconveniente en perjudicar el sistema público de
salud, si al hacerlo se benefician los sistemas privados, a sabiendas que pocos españoles
podrían pagarse una sanidad exclusivamente privada. Si a eso sumamos que la gestión de los servicios
públicos tampoco ha sido un dechado de virtudes, el resultado es que muchos
ciudadanos piensan en que es mejor la
privada. La saturación de los servicios de
las urgencias de los hospitales públicos, o el incremento de las listas
de espera, han sido piezas clave en el reforzamiento de esa idea.
Es frecuente escuchar que el elemento fundamental
para una buena asistencia es el
hospital. Craso error, porque la realidad es que la saturación hospitalaria es la
consecuencia
de haber situado en el centro del modelo asistencial al hospital, el
hospitalocentrismo, que ha sido el causante del desmantelamiento de las
gerencias de atención primaria. Si en
primaria no se cubren las libranzas, no se cubren las vacantes, y hay cupos de
más de 2300 pacientes por facultativo, sin una redistribución de recursos
en función de demanda, etc., el paciente
siempre acude a donde primero se le atiende. Y si la demanda no se atiende en
primaria, y eso ocurre cuando una cita para el medico de familia tiene una
espera de tres días por ejemplo, lo
normal es que ese paciente acuda a un punto de atención continuada o a un
servicio de urgencias y los sature, siendo mucho más costosa la asistencia
hospitalaria que la del consultorio de primaria. En este escenario, no se puede decir que los ciudadanos son los culpables de
llenar las urgencias, o del mal funcionamiento del
sistema. Cualquier trabajador
del sistema sanitario público, sabe de
sobra que no funciona todo lo bien que debiese y fuese deseable, pero el problema surge en la infradotación en primaria y no en el hospital.
Todo se convierte en un eslabón de la misma cadena,
y lo expuesto contribuye a
deteriorar y a impulsar el desmantelamiento del sistema sanitario público. Y aunque por
algunos no se quiera admitir, ha sido el
modelo neoliberal el que ha hecho suyo como
objetivo, apropiarse de la atención a la salud y de todos aquellos sectores
cuya utilización es inevitable para el ciudadano. Ahí está lo que cada día ocurre
con servicios como la educación, la sanidad, la energía, las pensiones, etc. El
neoliberalismo persigue tener a su
disposición, todo aquel servicio con el que pueda tener al ciudadano agarrado
durante la mayor parte de su vida. Algunos pensaran que afirmar esto es ver
fantasmas, pero los datos y como se aplican las correspondientes políticas, sugieren que todo forma parte de un plan
bien tejido y estructurado. Nada ocurre por casualidad, y menos cuando hay
dinero de por medio.
El sistema sanitario publico está sufriendo un ataque frontal, parte de una estrategia
de asalto al llamado Estado del bienestar. Todo parece conducirnos a un modelo que los norteamericanos conocen
bien: quien no gane un salario alto (lo que en España es cada vez es más
raro), no podrá acceder a estudios, a la
atención a su salud, a que se le suministre energía, etc. Esto nos
convertirá en un país con una sociedad formada por obreros de salarios baratos,
obligados a no poder aspirar a estudios superiores (restringidos para quienes
puedan pagárselos), a no poder afrontar
el coste de la asistencia sanitaria, a sufrir la pobreza energética en el
hogar, etc. Todos estos son elementos
con gran impacto sobre la salud, y sobre la esperanza de vida. Las pensiones en
ese contexto dejan de ser un problema, y como dicen en mi tierra, el negocio
les sale redondo. Al menos eso me sugiere, ver como se mueven muchas
piezas, a la vez o de forma sucesiva: aumenta
la edad de jubilación, se deteriora el
servicio sanitario universal, las pensiones
pierden poder adquisitivo, etc. Todo contribuye a un deterioro de la salud de las personas mayores ¿cómo influirá esta situación en el número de pensionistas de nuestro
país?
Un país se
supone que es de sus ciudadanos, pero en el nuestro, se nos está obligando a asumir situaciones en las que importan más las
grandes empresas que sus ciudadanos. Ser una sociedad en la que todos
tengamos los mismos derechos, nos obliga a tener que luchar por ellos, y
respecto al modelo sanitario, hay que
luchar por una Sanidad Pública mejor y de calidad, pero a la vez se debe
limitar la sanidad privada como negocio con cargo a la sanidad pública. No
digo que no exista la sanidad privada, sino que ella se genere su clientela y sus beneficios por una oferta de mayor
calidad que la pública, y no por el deterioro de lo público por un trasvase de los
recursos a la privada. La subcontratación
de servicios por la pública a la privada, solo puede ser admisible en una situación límite, excepcional y por un
tiempo limitado.
Necesitamos un modelo sanitario fruto del consenso y no que
cada cuatro años quiera modificarse.
Tienen que sentarse los partidos con los sindicatos, las asociaciones de
pacientes, las plataformas sociales y sanitarias, los ayuntamientos y las
asociaciones de vecinos y desarrollar una
ley que garantice la equidad de trato a todos los ciudadanos con independencia
a cuales sean sus recursos económicos. La salud no puede acabar siendo un bien solo para
quien pueda pagársela, y eso solo se evita incrementando
la financiación al sistema sanitario público.
Un servicio público siempre es, y debe ser
mejorable. Cierto que hay motivos para
la queja sobre un deficitario funcionamiento de lo público, pero hay muchos más
para la reivindicación de su continuidad y su mejora. Y en eso debemos estar juntos tanto por los ciudadanos como
por los profesionales sanitarios.
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