Difícil, muy difícil escribir hoy y no derramar odio hacia los fanáticos. Hacia la barbarie que no cesa, da igual donde, la barbarie del hombre depredador del hombre. A un lado y otro del Mare Nostrum, solo se escuchan lágrimas de dolor y desesperanza. Desde este lado de ese mar, mis condolencias a los familiares de los que han encontrado la muerte en una noche trágica y oscura en la ciudad de la luz.
Sin capacidad de sorpresa esta la humanidad, y este atentado no debería sorprendernos. No puede sorprendernos que uno de los terroristas gritara, mientras mataba a gente indefensa, que lo hacía en venganza por la presencia de militares franceses en Siria. Como tampoco debería sorprendernos lo poco que han tardado en mostrarnos un pasaporte sirio junto al cadáver de uno de los terroristas, y con ello, de manera subliminal, recordarnos de donde vienen los refugiados que piden asilo en las puertas de Europa. Seguramente algunos imaginan que la sangre de París puede hacernos olvidar al niño sirio ahogado en una playa.
Y me temo que no será lo peor que veremos estos días. La incapacidad para ser sorprendidos, nos hará ver como normal, como muchos ya piensan aprovechar el dolor de todo el mundo occidental para legislar, con la sangre aún caliente de las personas muertos ayer en París, con leyes represivas en nombre de la seguridad. Los terroristas les proporcional el estado de conciencia ideal para endurecer las leyes y acercarlas a una ideología fascista. El fanatismo de todos los signos se retroalimenta de hechos como este, y en épocas sin atentados no se atreven a promulgar esas mismas leyes porque los ciudadanos las verían dictatoriales.
Occidentales muertos por armas que se han fabricado en nuestras fábricas. Esas armas que vendimos a Arabia Saudí y Qatar, y que han acabado en manos del Estado Islámico para así poder utilizar a sus fanáticos en sus guerras contra Irán. Para desgracia de la humanidad, siempre prevaleció el negocio de las armas sobre el interés por la paz en Oriente medio, una paz que nunca se alcanzará sin un equilibrio de fuerzas en la balanza, hoy impensable. Nos toca llorar a los mismos que callamos ante el genocidio que se está cometiendo desde hace décadas con los palestinos, y a quienes veíamos motivos de satisfacción en las llamadas primaveras árabes, esas que han acabado en la mayoría de los países árabes en que se produjeron, con sus ciudadanos viviendo con mayor inseguridad que estaban.
Nadie tiene una solución milagro al problema del terrorismo islamista que tenemos enfrente, pero a que esa solución pueda ser siquiera imaginable, contribuye muy poco lo que continúe la venta de armas de los países llamados civilizados, a esos países desde los que le llega la financiación al Estado Islámico. Decía Rajoy que no estamos ante una guerra de religiones, y tal vez sea así, pero bien haríamos con avanzar en el laicismo de nuestros estados y en respetar las diferentes identidades culturales del Mediterráneo, dejando la religión para lo personal de los ciudadanos.
No se puede permanecer impasible ante los fanáticos, y debemos perseguir cualquier muestra de violencia con toda la dureza que resulte necesaria. Pero eso no puede hacernos olvidar que atentados yihadistas como el de París, los sufren casi a diario muchas familias musulmanas en sus países de origen. El horror que hoy sentimos por los atentados en París, no es muy diferente al que sienten ellas por atentados semejantes en sus países. No debería sorprendernos que acudan en masa como refugiados a las puertas de la vieja Europa.
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