lunes, 5 de octubre de 2015

El DERECHO A MORIR CON DIGNIDAD

El servicio de pediatría del hospital de Santiago cambiaba hoy su criterio, contrario al deseo paterno, y accedía a retirar la alimentación a Andrea, la niña de 12 años para la que, por sufrir una enfermedad degenerativa incurable, sus padres lo solicitaban. La voluntad paterna es otorgar a su hija una muerte digna. Aunque en opinión de muchos ha prevalecido la cordura, no por ello deja esta de ser una noticia buena y amarga a la vez.
Cada uno es muy libre de actuar según su forma de pensar, pero nadie puede imponer sus creencias a los demás como se pretendía por los profesionales del hospital. En muchas ocasiones separar profesionalidad y creencias resulta muy difícil, pero desde ninguno de esos ámbitos se debe negar el derecho a una muerte digna a nadie. La dignidad personal no puede depender del otro, y esos padres han debido de adoptar una decisión muy difícil para con su ser más querido, convencidos de lo injusto que resulta alargar el sufrimiento de su hija de forma artificial innecesariamente.
El derecho a morir es un tema que reaparece cada cierto tiempo en nuestro país porque no acaba de regularse de una vez por todas de manera clara y meridiana. Valorar si una enfermedad es terminal o si el tratamiento aplicado es excesivo, son cuestiones que siempre pueden ser objeto de discusión, pero ese debate se acrecienta cuando persiste la confusión de conceptos, y no se asume por todos que la muerte no es el enemigo de la medicina, sino que es una parte inherente a la vida humana. No es lo mismo reconocer el derecho a morir con dignidad, como es este caso, que la eutanasia o al suicidio asistido, que son cosas muy diferentes.
En la sociedad existen muchas dudas en relación al concepto y los fundamentos éticos del "derecho a morir". La muerte es ineludible y el hombre necesita encontrarle un sentido y ese sentido suele relacionarlo con sus creencias. Los médicos debemos aceptar y respetar ese hecho, pero sabiendo que a la ciencia médica no se le puede exigir siempre que impida la muerte. La medicina moderna ha logrado prolongar la vida pero no es capaz de impedir la muerte, y por tanto su finalidad no puede ser la defensa de la vida a cualquier precio, sino lograr el alivio del dolor y del sufrimiento, ser capaz de prevenir la muerte prematura y posibilitar una muerte digna y en paz.
No es lo mismo producir que permitir la muerte, son dos actos iguales en su resultado, pero diferentes en su intencionalidad y por lo tanto actos diferentes. Los médicos y familiares necesitan comprender con claridad la diferencia entre prever la muerte e intentar la muerte del paciente, porque solo así se pueden adoptar las decisiones necesarias para favorecer la muerte digna del paciente. Si estos términos no están claros, toda discusión sobre el derecho a morir acabará resultando inútil.
La muerte es una realidad inevitable y por lo tanto no se trata solo del derecho a morir, sino del derecho a hacerlo con dignidad, y eso significa garantizar el derecho a recibir los cuidados adecuados, pero también proporcionados. Como no existe un concepto único de muerte digna, el criterio que debe prevalecer es el del paciente. Las decisiones de los médicos deben basarse más en los valores de los pacientes que en los propios, sin que ello signifique renunciar a los principios éticos por parte del médico.
Los profesionales de la medicina, si tenemos claro que la verdadera enemiga de la medicina no es la muerte sino el período de incapacidad, dolor y sufrimiento que la precede, tendremos también asumido que es ese período el que debe ser aliviado y no prolongado artificialmente, sin que ello signifique que no se deban evitar las muertes prematuras. Limitar los tratamientos a las necesidades de ese alivio, no puede ser considerada como una forma de abandono del paciente, sino como parte del respeto a la dignidad de la vida humana, y debemos centrarnos en establecer los criterios que garanticen que los tratamientos que pautamos son útiles y efectivos. Nuestra es la responsabilidad de decidir las medidas terapéuticas, mientras los pacientes o sus familiares son responsables de otorgar su consentimiento a las alternativas de tratamiento según su preferencia.
Cuando no hay acuerdo entre paciente o familiares y los profesionales sanitarios, se debe recurrir al dialogo entre las partes, y si no se alcanza el consenso recurrir a la asesoría de expertos. En ocasiones ese acuerdo es muy difícil, porque los cuidados del paciente terminal hacen necesarias decisiones difíciles y complejas que deben ser tomadas de manera prudente y fundamentada, pero siempre con respeto a la voluntad del paciente y de sus familiares o representantes.
Ojala este caso con acuerdo entre padres y médicos, sirva para marcar un antes y un después para estas situaciones en nuestro país, porque aunque no sean casos tan mediáticos como el de Andrea, no por ello dejamos de vivir situaciones muy similares en nuestro día a día como pacientes, familiares o profesionales sanitarios.

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