Vivimos en plena desconfianza hacia el sistema y los políticos,
mostrando la indignación por las desigualdades sociales consecuencia de las
políticas gubernamentales y autonómicas de los últimos años. Aún no hemos
entrado en la fase de la total desesperanza, esa en que es casi imposible
convencemos de que la situación que vive el país aún puede tener solución.
Críticos con todo aquello que está mal, lo verbalizamos en un
malestar tangible, pero la sensación de que nadie nos escucha solo lleva
a aumentar esa desesperanza. La gente tiene derecho a seguir
manteniendo nuestras expectativas de mejora vivas, y muchos lo hacen. Sin
embargo, hay un fenómeno que siempre emerge en estas situaciones de
desencanto: es el momento de los llamados mirlos blancos, por otros
conocidos como los salvapatrias. Son personajes que surgen en todos los
ámbitos y terrenos, individuos que con un discurso envolvente, consiguen
canalizar nuestras frustraciones.
Cuando ellos aparecen dejamos de manejar nuestra capacidad de
juicio, y actuamos con fe ciega. Con creerles a ciegas y hasta admirarles, sembramos
la semilla de la manipulación.
Pero no pensemos que los mirlos blancos solo los encontramos
en la política estatal, porque también los encontramos en las regiones y en los
municipios. Todos los partidos los buscan en época de elecciones, los
encuentran, los lanzan al cielo, y si luego no interesan, pasadas las
elecciones se les deja caer, y a buscar un mirlo nuevo para las próximas. La
historia de nuestra política local está llena de candidatos a los que nos
presentaban con las convicciones adecuadas y de los que una vez perdidas las
elecciones, nunca más se supo. Es gente con imagen y discurso atractivo, con el
que ocultan su incapacidad para gobernar. No es una cuestión de partidos,
no es cuestión de si es mejor o peor, pero en todos los casos son agentes para
la manipulación.
Históricamente con la aparición en el panorama electoral de UCD,
PSOE, PP, y ahora podría ocurrir en el fenómeno Podemos, en situaciones de
desencanto colectivo los españoles hemos sido confiados y nos hemos dejado
llevar en brazos por quienes nos han dicho lo que queríamos oír. Y no solo
lo hemos hecho en la política, también en la economía, en la cultura, en el
deporte, en la salud, etc. Basta con que dispongan de lo que los
sociólogos llaman ideas fuerza, para que por medio de ellas nos
dejemos arrastrar por donde sus determinados estereotipos nos quieran llevar.
Un denominar común a todos es que su estrategia nunca emplea más
de tres ideas fuerza para no correr el riesgo de difuminar su mensaje. Lo hemos
visto desde la transición a UCD, PSOE, PP y ahora con Podemos, que utiliza
sus tres ideas fuerza: reestructurar y renegociar nuestra deuda, acabar con la
corrupción, y crear un nuevo mercado laboral que garantice un empleo digno y
bien remunerado. Ese mensaje de ilusión arrastra a un montón de gente harta
y asqueada con los gobiernos de la democracia, se mete a todos los políticos en
un mismo paquete sin ver si es diferente su grado de responsabilidad, y así se
hace a todos responsables por igual de la deuda, de la corrupción y del paro. Es
más rentable y fácil generalizar que pormenorizar.
Nuestro sabio refranero dice que una cosa es predicar y otra
dar trigo. Y la historia de los pueblos viene a darle la razón, porque cuando
las deudas se renegocian, se juega con los plazos, pero siempre ganan
más los acreedores; porque la corrupción solo desaparece con años de
cambios educativos y culturales y nunca de un plumazo; y porque alcanzar el
empleo digno no depende solo del Estado, sino que también depende del
empresariado, y conociendo a la patronal española… Afirmar que son posibles
las tres cosa a corto plazo parece hacer un brindis al sol.
Solo una interesada y manipuladora cultura televisiva, permite
creer que alguien posee una varita mágica que todo lo puede.
Pero si se usa la capacidad de análisis, no es lo importante el discurso
para llegar al poder, sino lo que se puede hacer cuando toca gobernar.
Las decisiones de gobierno podrán gustar o no, pero esas deben responder además
de a las presiones que gobernar implica, al deseo de la mayoría de
gobernados que no son lo mismo que el electorado propio.
El gran pecado que se suele cometer por los gobernantes es
gobernar sin explicar los argumentos en base a los que se toman las decisiones.
Si lo hacen es algo excepcional, o lo hacen a través de plasma, con
argumentos que insultan la inteligencia de la ciudadanía, o con clamorosos
silencios que ocultan razones inconfesables. Convicciones y gobierno
son cosas muy diferentes, la primera implica una cuestión es personal, y la
segunda una cuestión colectiva.
Decía Max Weber que un político siempre debe tener un amor
apasionado por su causa, ética en lo que es de su responsabilidad, y mesura en
sus actuaciones, y Ortega y Gasset afirmaba que el revolucionario no se
rebela contra los abusos, sino contra los usos. Ambos llevan razón, y cada
vez es más palmaria la necesidad de una nueva manera de hacer política que
deseche abusos y los viejos usos, para revolucionar nuestro caduco sistema
cumpliendo esas premisas.
Pero ese planteamiento no puede llevarnos a obviar el hecho de
que alcanzado el gobierno y transcurrido un tiempo, con las convicciones
políticas ocurre como con la virginidad, que una vez perdida no se
recupera. Más nos valdría utilizar nuestra capacidad de juicio antes de
tropezar otra vez en la misma piedra. La democracia, por ser imperfecta,
siempre puede mejorar, y esta España nuestra debería caminar sin tropezar cada
dos por tres.
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