En una
democracia de baja calidad como la española, no votamos cada cuatro años pare elegir a quienes nos
representen en Europa, el Estado, la Comunidad o el
Ayuntamiento, sino que lo
hacemos para intentar quitar a quien en los últimos cuatro años nos ha
representado. Puede que detrás de esta actitud se
encuentre el carácter mediterráneo, más próximo a la crítica que al halago, pero lo que es indudable es que el poder desgasta
a quien lo ejerce, y la gestión realizada también cuenta. Eso es aplicable
a la totalidad de nuestros representantes públicos, e incluso a nuestros presidentes del gobierno.
El ejercicio del poder aísla poco a
poco al electo del
elector, y ese
distanciamiento le hace perder de vista, la perspectiva con la que el votante
visualiza sus problemas y los de la comunidad. Ese aislamiento
provoca que las
decisiones del electo las tome en base a la información que les transmite el círculo
de personas que les rodean, y no sobre la opinión de los ciudadanos que le
eligieron para que les gobierne.
Este es un problema común a todos los partidos, puesto que quienes rodean al alcalde, diputado o presidente, son por lo general miembros de su mismo partido, en muchas ocasiones los que no consiguieron ser electos o lo fueron en un estatus político inferior. Su estatus de proximidad al centro de decisión les convierte en instrumentos del ejercicio de un poder que las urnas no les otorgaron a ellos, sino al presidente o alcalde al que asesoran o con quien colaboran. Son esa guardia pretoriana que solo le permite al electo escuchar palabras amables y halagos, aun siendo ellos conscientes de que gobernar implica desde la crítica constructiva hasta el exabrupto falaz al gobernante, junto a las frases amables.
El resultado es la desconexión del cargo
público con la calle, que inevitablemente lleva el divorcio con sus electores, y que hace que la
percepción que tiene el elector de los errores (que
inevitablemente se cometen), vea
multiplicada su importancia. Es el momento de la ruptura, de la
perdida de la sintonía existente en los primeros años de mandato, y el inicio de la etapa del desgaste. La caída y el descredito ante los ciudadanos, desde ese momento resulta imparable.
Pero el desgaste del cargo público tiene
otros dos componentes muy perceptibles por el
ciudadano: la negación
de la evidencia, y la falta de autocrítica o de capacidad para reconocer los
propios errores. Cualquier alcalde que niegue la
subida de impuestos disfrazándola de ajuste contable, o incapaz de reconocer
que se equivocó en determinada decisión, sabe que arriesga su reelección. Y no
solo alcaldes, porque si
miramos a los expresidentes de gobierno, encontraremos esos dos denominadores
comunes en su no reelección (o la de su partido). Así, Suarez
negó que la UCD se estuviera descomponiendo; Gonzalez negó los GAL; Aznar negó
los atentados islamistas del 11M; y Zapatero negó la crisis. Y el segundo elemento
también les es común: en el gobierno no ejercieron la autocrítica, o si lo hicieron, no resulto
creíble para los ciudadanos.
Manifestar la negación de un problema, requiere
que previamente alguien ponga el problema sobre la mesa, y en todos los casos citados, la postura adoptada mientras eran presidentes fue la del avestruz
que esconde la cabeza bajo el ala para ignorar lo
que acontece en su entorno, aunque con el tiempo alguno admitió el error cometido, pero otros no lo harán.
Pero como el agua pasada no mueve al molino,
hoy la cuestión no es lo ocurrido, sino si Rajoy tendrá un segundo mandato. Lo deseable, por su ataque a los derechos ciudadanos y su mala gestión socioeconómica,
coincide con lo
probable, y es que esa reelección no ocurra. Muchos pensarán
que como a sus predecesores, a Rajoy le correspondería repetir un segundo
mandato, sin embargo los
hechos están en su contra, si se le aplica lo expuesto anteriormente con objetividad.
Como antes lo
estuvieron los otros presidentes, Rajoy se ha rodeado en el gobierno de sus más fieles. El requisito imprescindible
para formar parte de ese selecto círculo que rodea el
poder de Rajoy, también es la
lealtad personal, mucho más que la capacidad de sus miembros para hacer
política con mayúsculas. La consigna seguida es clara: no importará despreciar
la realidad, si con ello se mantienen prietas las filas en el gobierno y en el
partido. La ley del aborto es un ejemplo de este cierre de filas.
También Rajoy sigue la misma senda de quienes le precedieron en
la Moncloa, practica
la negación, y niega por tierra, mar y aire la existencia del caso Gürtel, ahora
ya caso PP, pese a que la mayoría de los españoles, incluidos muchos de sus
votantes, estén convencidos de que él
sabía de su existencia antes de llegar a la Moncloa, y de que incluso él
también ha cobrado. La soberbia le impide admitir la menor critica a su gestión, y mucho
menos se atisba, que pueda plantearse la autocrítica.
Todo igual que sus predecesores, pero con una diferencia: su desgaste se está produciendo mucho más deprisa, y pese a que ese desgaste se refleja a diario en las encuestas de opinión, se obstina en no enmendarla. Es su particular estilo y manera de huida hacia adelante, y como a sus predecesores (de ahí mi vaticinio), la negación de la evidencia se lo llevará por delante, mucho antes.
Para quienes no le votamos, el deseo es
que ese momento llegue pronto. Pero habrá que decir, que el deseo
es que sea así, siempre y cuando le suceda un presidente que venga a gobernar
para todos los ciudadanos, porque solo así, puede que recuperemos la confianza en la
necesidad de la política, y que cada cuatro años acudamos a elegir lo mejor
para este país, y no para quitar presidentes o alcaldes como hacemos ahora. Decía Ovidio,
que hablar de democracia y callar al pueblo es una farsa, y eso ha venido
ocurriendo en mayor o menor medida en los cortos años de nuestra democracia.
Que ese cambio sea posible, no puede
depender de los aparatos de los partidos, porque estos se
encuentran cómodos en este modelo de democracia de segunda división. Cambiará
si lo imponemos los ciudadanos siendo críticos con este modelo imperante ahora. ¿Cómo
hacerlo posible? participando en la política, desde fuera o desde dentro de los partidos.
Por experiencia sé, que si es desde
dentro de los partidos, solo es posible el cambio manteniéndose en la crítica
constructiva, y haciendo de la política vocación, no medrando para alcanzar un
cargo como salida profesional.
Ojala lo veamos. Si es posible, a no mucho tardar.
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